El proyecto de la locura de Fiódor Dostoievski (tras 140 años de su muerte)
Fernando Araújo Vélez
Dostoievski estaba en sus personajes, por supuesto. Pensaba y vivía y sentía como ellos, o al contrario de ellos, que era como decir también que era ellos y las dos caras de una misma moneda, que se llamaba humanidad, o humanismo. Nació el 11 de noviembre de 1821, 199 años atrás.
Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes.
Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes. / Nátaly Londoño Laura
Tenía un proyecto, “volverse loco”, como le escribió a su hermano una noche, agobiado por las deudas, por los demonios que lo acorralaban, por sus visiones en las madrugadas, cuando incluso hablaba con diablos menores, como lo hizo Iván Karamazov poco antes del final de su historia, que era su historia y la de sus hermanos Dmitri y Aliocha, la de su padre, Fiodor Pavlovitch, la de Rusia en pleno siglo XIX. “Ten calma ‑dijo el caballero, con acento cautivador‑. Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso, y verás como llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar! Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué le vamos a hacer!
“Hace un momento, viniendo hacia aquí, se me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la apariencia de un consejero de estado retirado. ¡Me proponía lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en vez de las medallas de la estrella Polar o de Sirio! Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo, llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones gozosas de los querubines que cantaban el hosanna y los himnos de los serafines que hacían temblar el universo. ¡Pues bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría unido a los coros y gritado «Hosanna!» Poco faltó para que lo hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, a impresionable desde el punto de vista estético.
“Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto.
“Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo, y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?”
Dostoievski estaba en sus personajes, por supuesto. Pensaba y vivía y sentía como ellos, o al contrario de ellos, que era como decir también que era ellos y las dos caras de una misma moneda, que se llamaba humanidad, o humanismo. En un lado, Dmitri Karamazov, el criminal falsamente acusado de haber asesinado a su padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov. Del otro, el mismo criminal y el mismo Dmitri, que era capaz de decir que él era inocente por la muerte de su padre, pero no por todos sus otros pecados. De un lado, una mujer, Catalina Ivanovna, que lo amaba y sacrificaba su vida por él. Del otro, esa misma mujer, que llevada por los celos, por la venganza, por un odio pasajero, lo condenaba en pleno juicio y esgrimía una carta que era definitiva para la sentencia de los jueces. Y era Smerdiakov, el verdadero asesino según las pruebas de Iván Karamazov, un epiléptico que jamás se conformaba con ser menos que sus amos, pero que al mismo tiempo cargaba con la cruz de ser un hijo de nadie, o de casi nadie.
Era Kolia, el niño que quería ser grande y que se había acostado entre los rieles de un tren para que el tren le pasara por encima y ganarse así el respeto y la admiración de sus compañeros, y quien a la vez era capaz de admitir que la mirada de una niña le había devuelto la fe en la humanidad. Dostoievski era ese niño, y era al mismo tiempo Aliocha, el seminarista que le dijo que si se juntaba con más personas como aquella niña, con el tiempo sería más y más bondadoso. Era uno de los tantos borrachos de Skotoprigonievsk, y el capitán Snieguiriov, que por orgullo despreciaba un fajo de billetes, y el starets Zósimo, guardián de la fe de los rusos, y a era la vez el demonio que conversaba con Iván Karamazov, aquel que decía, “Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo”. Era y fue el abogado Fetiukovitch, que dijo al final de su defensa a Dmitri Karamazov que le ley era letra y papel, “Que los demás pueblos observen la letra de la ley, observemos nosotros su espíritu y su esencia para la regeneración de los caídos”.
Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes. La buscó, incluso, cuando fue condenado a muerte por conspiración, luego de haber leído en voz alta una carta que un crítico le había enviado a Gogol en la que decía que se necesitaba una revolución social en Rusia. La carta había sido prohibida. Leerla era una afrenta contra el orden y las instituciones. Y más que nada, contra el Zar. Llevar o tener una copia era más que una ofensa. Dostojevski había reescrito algunas, y en 1849 fue detenido. Se salvó de la muerte por un indulto que llegó pocos minutos antes de la ejecución. Fue llevado a Siberia.
Algunos de sus biógrafos contaron que pocos minutos antes de salir a lo que iba a ser su fusilamiento, le comentó a un compañero que se le había ocurrido una gran historia para un cuento. Luego, muy luego, en Siberia, en medio de trabajos forzados, latigazos, castigos aún más severos, viviendo o sobreviviendo con hombres que se sentían sin derecho al perdón, escribió sus Memorias del subsuelo, y comenzó a esbozar la trama, y ante todo, a los protagonistas de Crimen y Castigo y de Los hermanos Karamazov. “Después de todo -le escribió en 1854 a su hermano-, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Su vida en Omsk fue más dura por haberse tenido que arrepentir de sus viejas ideas sobre el pueblo ruso, su bondad y su honradez, que por la condena y el castigo. Hasta que llegó a Siberia, creía en el remordimiento de los hombres.
Luego comprendió que la maldad, o las penas, o el hambre, o la vanidad, o todo aquello unido, podían matar el arrepentimiento. “Ya he dicho que en un período de varios años no encontré en esas personas el menor rastro de arrepentimiento, ni la más mínima señal de que sus crímenes les pesaran en la conciencia, y que la mayoría de ellos consideran que han hecho bien. Eso es un hecho. Desde luego que la vanidad, los malos ejemplos, la temeridad y la falsa vergüenza son en parte responsables de ello. Por otra parte, ¿quién puede afirmar que ha desentrañado las profundidades de aquellas almas perdidas y ha descifrado en ellas lo que se le oculta al mundo entero? Seguramente es posible en tantos años haber percibido algo, haber captado por lo menos algún rasgo de esos corazones que dé testimonio de una angustia interior, de sufrimiento. Pero no fue así. Sin embargo, al parecer el crimen no puede comprenderse desde un punto de vista preestablecido, y su filosofía es bastante más difícil de lo que suele suponerse”, terminó por escribir en sus Memorias del subsuelo.
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