La Casa muerta
Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre. Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
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