Jesus MelgarejoLectores de Dostoievsky
Me encerré en mi agujero como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco, porque estuviste en él. Ya sabes, Sonia, que el alma y el pensamiento se ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel
cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar. Ni siquiera me preocupaba la comida.
Estaba siempre acostado. Cuando Nastasia me traía algo, comía. De lo contrario, no
me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.
En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi mesa, sobre mis cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván. Pensar siempre… Mis pensamientos eran muchos y muy extraños…
Entonces empecé a imaginar… No, no fue así.
Tampoco ahora cuento las cosas como fueron… Entonces yo me preguntaba continuamente: "Ya que ves la estupidez de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?" Más adelante, Sonia, comprendí que esperar a que
todo el mundo fuera inteligente suponía una gran pérdida de tiempo. Y después me convencí de que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían cambiar, que no estaba en manos de nadie hacerlos de
otro modo. Intentarlo habría sido perder el tiempo.
Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonia, y nada más. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos
ajenos; que quien desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Esto es lo que siempre se ha visto y lo que siempre se verá. Hay que estar ciego para no advertirlo.
Fiódor Dostoievski - Crimen y Castigo.
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