EL ROSTRO
A primera vista su rostro parece el de un campesino. Sus hundidas mejillas forman arrugas color de arcilla, casi sucias, surcadas por el dolor de muchos años; la resquebrajada piel, quemada y sedienta, se tensa en mil grietas: el vampiro de la enfermedad le ha chupado en veinte años toda la sangre y el color. A derecha e izquierda sobresalen como enormes bloques de piedra los pómulos eslavos; una enmarañada mata de pelos cubre la áspera boca y el frágil mentón. Tierra, piedra y bosque, un paisaje trágicamente elemental: he aquí las profundidades del rostro de Dostoievski. Todo es oscuro, terrenal y desprovisto de belleza en este rostro de campesino y casi de pordiosero; liso y sin color, sombrío y sin brillo, como un trozo de estepa rusa salpicada de piedras. Incluso los ojos, muy hundidos, son incapaces de iluminar desde sus grietas este lodo
blando, pues su llama no se dirige directamente hacia fuera, clara y deslumbradora, antes bien el fuego de sus agudas miradas penetra en su corazón y lo consume. Cuando se cierran, la muerte se precipita enseguida sobre este rostro, y la hipertensión nerviosa, que mantenía firmes sus cansados rasgos, se hunde en un letargo sin vida. Como su obra, el primer sentimiento de entre todos que evoca este rostro es el terror, al que se une vacilante la timidez y, luego, apasionada y en creciente embeleso, la admiración. Pues sólo la hondanada terrenal, corporal, de su rostro dormita en esta aflicción sombría y sublime de su naturaleza. Pero sobre el estrecho rostro de campesino se eleva orgullosa, resplandeciente de blanco y abovedada como una cúpula la ancha redondez de la frente: de las sombras y la oscuridad, pulida como a martillazos la catedral del espíritu; mármol sólido sobre el blando fango de la carne y la enmarañada espesura del pelo. Toda la luz de este rostro afluye hacia arriba y cuando se contempla su retrato, la mirada sólo se detiene en esta potente frente, ancha y regia, que cada vez reluce con más esplendor y parece ensancharse a medida que el envejecido rostro se acongoja y se consume en la enfermedad. Alta e imperturbable como un cielo domina la decrepitud del achacoso cuerpo: gloria del espíritu sobre la aflicción terrenal. Y en ningún otro retrato reluce más gloriosa esta cápsula sagrada del espíritu victorioso que en el del lecho de muerte, cuando los párpados han caído fláccidos sobre los quebrantados ojos, las manos exangües, macilentas pero firmes, se aferran al crucifijo (aquella pequeña y humilde cruz de madera que un día regaló al presidiario una campesina). (Extracto del capítulo).
Tres Maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski) - Stefan Zweig.
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