ALFONSINA STORNI - Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj (fragmento)
"(...) Estoy en San Juan; tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de una puerta.
A los seis, robo con premeditación y alevosía, el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre perdido en sus vapores. Pido un Peso Nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela Normal a la que concurro, hay una librería: entro y pido "El Nene". El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: "Allí le dejo el peso" y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquél, encogen mi corazoncillo. Niego; lloro; digo que dejé el peso en el mostrador; recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con la pirateada.
Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos. A los siete años me aparezco en mi casa a las diez de la noche acompañada por la niñera de una casa amiga a donde voy después de mis clases y me instalo a cenar.
A los ocho, nueve y diez, miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias empeluznantes; vivo corrida por mis propios embustes; alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos; invito a mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe; trabo y destrabo; el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de mis mentiras me salva. En la raya de los catorce años, abandono.
A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche; mis familiares ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso; a la semana siguiente tras una contestación mía levantisca unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce.
Desde entonces los bolsillos de mi delantal, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.
Desde esa edad hasta los quince, trabajo para vivir y ayudar a vivir. De los quince a los dieciocho, estudio de maestra y me recibo Dios sabe cómo. La cultura literaria que en la Normal absorbo para en Andrade, Echeverría, Campoamor...
A los diecinueve estoy encerrada en una oficina; me acuna una canción de teclas; las mamparas de madera se levantan como diques más allá de mi cabeza; barras de hielo refrigeran el aire a mis espaldas; el sol pasa por el techo pero no puedo verlo; bocanadas de asfalto caliente entran por los vanos y la campanilla del tranvía llama distante.
Clavada en mi sillón, al lado de un horrible aparato para imprimir discos dictando órdenes y correspondencia a la mecanógrafa, escribo mi primer libro de versos, un pésimo libro de versos. ¡Dios te libre, amigo mío, de "La Inquietud del Rosal"!... Pero lo escribí para no morir.(...)"
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