En casa, en primer lugar casi siempre estaba leyendo. Intentaba sofocar con impresiones externas todo lo que me bullia sin parar dentro. Y las únicas impresiones externas que podía conseguir me venían de la lectura. La lectura, sin duda, me ayudaba mucho, me conmovía, me deleitaba y me atormentaba. Pero en algunos momentos me aburría mortalmente. Entonces me entraban ganas de moverme, a pesar de todo, y me hundía no diría en un libertinaje, sino en una mezquina permisión, oscura, subterránea, sórdida. Las pasioncillas eran en mí vivas y ardientes, por efecto de mi eterna irritación morbosa. Sufría crisis nerviosas , acompañadas de lloros y convulsiones. Aparte de la lectura, no tenía otro escape. Es decir, que de cuanto me rodeaba no había nada que mereciese mi estima ni me atrajese. Además me agarraba cierta angustia; se manifestaba en mí una sed histérica de contrastes, de contradicciones, y de esta forma me metía en el libertinaje. No digo esto para justificarme... ¡No, no es así...! ¡Miento!... Precisamente quería justificarme. Esta observación la hago, señores, para mí. No quiero mentir. Lo he prometido.