LITERATURA, GRAMÁTICA Y ORTOGRAFÍA
CIEGOS DE CODICIA
Cada vez que la vieja Enriqueta pasaba por la calle, todos se burlaban del pobre perro que la acompañaba. Durante años, por más perros que las manadas de perros callejeros azuzados por muchachos y borrachos le mataran, siempre adoptaba otro parecido, al que bautizaba con igual nombre, buscando consolarse. Hasta que un día, uno de los azuzadores, apodado El Buitre, a quien ella tenía mal mirado, riendo burlón, le preguntó dónde había encontrado ese perro tan raro, que miraba tan despreocupado.
—Cualquiera se engaña —se limitó la vieja Enriqueta a contestarle, mientras encendía la pipa y lo miraba a intervalos, tratando de ocultar el odio que le tenía.
—Y dígame..., ¿cuál es el nombre de su perro?
—preguntó con sorna El Buitre, embicándose la bota de vino que traía terciada.
—Se llama Rufián —contestó la vieja, como si nada.
—¡Bah! —hizo el tipo, echándose a reír—. Ese enclenque tampoco tiene aspecto de llamarse Rufián.
La vieja Enriqueta lo miró fríamente, soltando bocanadas de humo.
—¡Búsquese todos los perros de por aquí! —lo retó de repente—. ¡Para que echemos una buena pelea!
Los ojos del azuzador se agrandaron, quedando mudo un momento, mientras ella lo escudriñaba aguardando la respuesta.
—¿Pero..., usted se refiere a una sola pelea de su perro contra todos los otros? —preguntó el andrajoso individuo, cuya respiración era una avalancha de alcohol y tabaco, y esperó impaciente la respuesta.
—Así es —dijo Enriqueta, luego de una larga pausa y varios malos pensamientos—. ¡Todos contra uno! ¡A las tres de la tarde, en la calle principal, como siempre!
El pícaro rostro de la vieja era una máscara de bruja, ensombrecido por la sed de venganza, y sus palabras desafiantes desconcertaron al tipo.
—Está bien... —respondió El Buitre medio dudoso, alejándose con pasos inciertos y una sonrisa maliciosa en el rostro vagabundo.
El malvado azuzador iba pensando levemente en que, días antes la vieja llevaba su perro atado con una débil cuerda, y ese día, a pesar de que el animal se notaba más arruinado, lo sujetaba con una gruesa cadena, pero su mente de borracho no le permitía concretar juicios de valor y se olvidó del asunto.
De manera que, el hombre reunió como treinta perros, entre ellos: pitbull, pastor alemán, guardián, y otras razas, bravísimos, acostumbrados a las peleas. Cada dueño acudió con su perro a la cita, donde la vieja esperaba fumando tranquila su pipa. Echado inmóvil a su lado, el inseparable perro delgado, coludo y cabezón. Era un montón de huesos sarnosos, de pelos sucios desaliñados. Muchos, al ver a la anciana tan insignificante como su triste perro, decidieron marcharse pensando que la pelea de tantos perros bravos en contra de ese raquítico, no tendría sentido, ni la vieja dinero para pagar las apuestas.
—¡Vieja loca! —vociferaban.
La anciana, que había vendido todo lo que tenía preparándose para la pelea, metió una flaca mano en el bolsillo de su falda, sacando un gran fajo de billetes que, girando sobre sus pasos empezó a sacudir ante los ojos de los presentes, animándolos así a las apuestas, en medio de una cálida brisa que le estampaba los harapos a su figura de edad infinita, a la vez que le alborotaba el cabello blanco y le daba un aspecto misterioso. Tras enterarse que la vieja tenía mucho dinero, quienes se habían ido regresaron con sus perros feroces, formando un círculo al que se sumaron cientos de curiosos.
A pesar de lo triste e insignificante del extraño perro, curiosamente todos los de raza brava que con él competirían, estaban demasiado nerviosos. Inexplicablemente le temían, queriendo huir del lugar. Sus dueños, sin embargo, lejos de advertir el peligro, ciegos de codicia, los sujetaban con todas sus fuerzas para que no escapasen.
A la cuenta de tres, todos los perros fueron liberados por sus dueños. Pero al verse sueltos, hasta los de mejor raza huían gritando despavoridos, tratando de esconderse en cualquier lugar.
—¡Al ataque, Rufián! —gritó la vieja Enriqueta, cuya voz espeluznante se diluyó entre el murmullo de la multitud y los gruñidos nerviosos de los perros.
Entonces, sin inmutarse, el perro raro de la vieja inició el ataque. Los perseguía implacable hasta el interior de las casas, cuyos dueños aterrorizados, se trepaban en los caballetes. Los sacaba a sacudiones de las casetas improvisadas de los buhoneros, de los callejones, de las letrinas y de todas partes, haciéndolos pedazos en pocos minutos, con simples mordiscos, mientras los curiosos miraban asustados, desde las azoteas.
Luego, a regañadientes, víctimas de pavor, los dueños de los perros eliminados de manera tan cruel e incomprensible, incrédulos, no tuvieron más remedio que pagar a la vieja Enriqueta las apuestas, a la vez que algunos voluntarios amontonaban los cuerpos inertes que habían quedado esparcidos. Cuando se marchaba, apostadores, azuzadores y curiosos, entre ellos El Buitre, la miraban con odio y ganas de matarla, pero ante el extraño y temible perro que entonces veían le acompañaba, nadie se atrevía a tocarla, mientras ella se alejaba oronda, contando el dinero, satisfecha por la buena idea que tuvo, consistente en afeitar y disfrazar a su león.
FIN
Autor
Armando Pérez M.,
República Dominicana.
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