Esto me hizo recordar un cuento del escritor norteamericano de ciencia ficción Ray Bradbury.
No recuerdo si era del libro Fahrenheit 451 u otro del prolífico autor.
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The veldt,la pradera...
Solo recuerdo que en aquel cuento dos niños, chica y chico, le piden a sus padres una habitación especial. Debía tener en las 6 paredes proyectadas en toda su plenitud películas de su agrado. Los padres los complacen.
Una tarde los chicos alquilan “un video” de la sabana africana y se encierran en la habitación durante horas. Alarmados los padres tocan a la puerta, la abren y ven que sus pequeños han desaparecido.
En la habitación, aun con las paredes se proyectaba imágenes de la sabana.
Alarmados, comienzan a buscar a los hijos. Solo escucharon el rugir de un león.
Sobre el piso: la camisa ensangrentada de uno de los chicos.
Gracias a Ray por hacerme soñar en mi adolescencia pero nunca imaginé que su mente, muy imaginaria y mágica, se adelantara al tiempo futuro.
DR ORLANDO VICENTE ALVAREZ
CUBAN URUGUAYAN
GENIUS
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LA PRADERA
-George, me gustaría que le echaras un vistazo al "cuarto de jugar" de los niños.
-Qué le pasa?
-No lo sé.
-Bueno, y entonces?
-Sólo quiero que le eches una ojeada, o llames a un psicólogo para que se la eche él.
-Qué necesidad hay de llamar a un psicólogo con un cuarto de recreo?
-Lo sabes perfectamente -su esposa se detuvo en el centro de la cocina y contempló una de las estufas que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el pasillo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares; una casa que los vestía y los alimentaba y los acunaba para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el pasilo, las luces se iban apagando con un automatismo suave.
-Bien -dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa.
"Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos", había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva, en un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana (1) en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta la última piedra o brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.
-Espera un momento y verás dijo su esposa.
Los ocultos odorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente.
Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
-Unos bichos asquerosos -le oyó decir a su esposa.
-Los buitres.
-Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen al pozo con agua. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
-Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
-Oíste ese grito? -preguntó ella.
-No.
-Hará un minuto?
-Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio de la mecánica que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Oh, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bueno, pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a cinco metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, el olor a carne en el aliento, bocas goteándose.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.
-Cuidado! -gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el pasillo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella estaba llorando y los dos se detuvieron horrorizados uno ante la reacción del otro.
-George!
-Lydia! Oh, mi querida dulce pobre Lydia!
-Casi nos atrapan!
-Paredes, Lydia, recuerda; paredes de cristal, solo eso son.
Oh, ellas lucen tan reales, debo admitirlo... África en nuestra sala de estar, pero todo es tri-dimensional, super-reaccionario, super-sensitivo, es una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y sonidos, Lydia. Aquí está mi pañuelo.
-Tengo miedo -Lydia se le acercó, apoyó su cuerpo al de él y lloró sin pausa-. Viste? Lo has sentido? Es demasiado real.
-Ya, Lydia...
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África...
-Por supuesto... por supuesto -le dio unas palmaditas.
-Lo prometes?
-Seguro.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que me calmen los nervios.
-Sabes cuán difícil es Peter acerca de eso. Cuando lo castigué hace un mes a cerrar unas pocas horas esa habitación..., la rabieta que tuvo! Y Wendy también. Viven dentro del cuarto de recreo.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Está bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
-No sé... No sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse y conformarla-. Tal vez a lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Tal vez tenga demasiado tiempo para pensar. Por qué no cerramos la casa durante unos días y tomamos unas vacaciones?
-Te refieres que quieres freír tú los huevos?
-Sí -ella dijo sí con la cabeza.
-Y zurcir las medias?
-Sí -un frenético asentimiento, ojos que llorosos.
-Y barrer la casa?
-Sí, sí... oh, sí!
-Pero no es que habíamos comprado esta casa, así no tendríamos que hacer nada.
-Eso es justamente. Yo siento como si no perteneciera a ésta casa. La casa es ahora la esposa y madre, y niñera. Puedo competir yo con una sabana africana? Puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño automático? No puedo. Y no sólo soy yo. También eres tú. Tú has estado terriblemente nervioso últimamente.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Parece que tú mismo no sabes qué hacer contigo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. Estás comenzando a sentirte innecesario también.
-Lo soy? -hizo una pausa, tratando de sentir qué era lo que veía en su interior.
-Oh, George! -ella miró atrás de él, la puerta del cuarto de jugar-. Esos leones no pueden salir de ahí... pueden ellos salir?
Él miró la puerta y vio un temblor como si alguna cosa hubiera saltado contra ella del otro lado.
-Por supuesto que no –dijo él.
En la cena comieron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval de plástico especial cruzando la ciudad y habían televisado a casa para decir que llegarían tarde, que empezaran a cenar. Así pues que George Hadley se sentó aturdido viendo que la mesa-comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.
-Nos olvidamos el kétchup -le dijo al aparato.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y el kétchup apareció.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a los niños no les dolería que estuvieran sin ella durante un tiempo. Mucho de algo nunca es bueno para nadie. Y había claras indicaciones que los niños habían pasado mucho tiempo en África.
Aquel sol. Él podía sentirlo en su cuello, quieto, como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable cómo aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y había creado la vida que se adecuaba a todos sus deseos. Los chicos pensaban en leones, y ahí estaban los leones. Los chicos pensaban en cebras, y ahí estaban cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.
Eso último. Mordió la carne que les había preparado la mesa, sin saborearla. Pensamientos de muerte. Eran muy jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte.
O quizás nunca se era demasiado joven, realmente. Se suele desear la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que es la muerte. Cuando tenías dos años ya estabas disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero ésto: la larga y ardiente sabana africana, la horrible muerte en las fauces de un león... repetida de nuevo y de nuevo.
-En qué estás pensando?
Él no respondió a Lydia. Preocupado, fue por el pasillo mientras las luces se iban encendiendo delante y se apagaban a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de recreo. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos un león rugió.
Giró la cerradura y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un grito lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia ,la Falsa Tortuga , o Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza de Oz (2), o el doctor Doolittle, o la vaca saltando a una luna demasiado real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo Pegasos volando por el techo como un cielo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, o oído voces de ángeles cantores.
Pero ahora, esta amarilla ardiente África, este horno con la muerte en su calor.
Tal vez Lydia tenía razón. Necesitaban unas pequeñas vacaciones de estas fantasías, alejarse de las fantasías que se habían convertido en algo excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo...
Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su esposa, al fondo, pasado el pasillo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
-Largo -les dijo a los leones.
Ellos, no se fueron.
Él conocía a la perfección cómo funcionaba la habitación de recreo. Uno figuraba sus pensamientos... y aparecía lo que uno pensaba.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara -dijo chasqueando los dedos.
Nada apareció; los leones siguieron allí.
-Vamos cuarto de recreo! Que aparezca Aladino! - dijo como una demanda.
Nada sucedió. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-Aladino!
Volvió al comedor.
-La tonta habitación está fuera de servicio -dijo-. No quiere funcionar.
-O...
-O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días, que la habitación ya se acostumbró a esa rutina.
-Podría ser.
-O que Peter haya conectado la máquina para que siga así.
-Conectado?
-Puede que se haya metido en la maquinaria, tocado algo.
-Peter no sabe sobre la maquinaria.
-Es un sabio para sus diez años. El coeficiente de inteligencia que tiene...
-Sin embargo...
-Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadleys se dieron vuelta. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, mejillas como caramelos de menta, ojos brillantes como piedras de ágata azul, un olor a ozono despedían sus mamelucos de salto, después de su viaje en helicóptero.
-Llegan justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Estamos llenos de salchichas y helado de fresas -dijeron los niños, tomados de la mano-. Pero nos sentaremos a mirar.
-Sí, hablaremos de su cuarto de juegos -dijo George Hadley.
Ambos hermanos parpadearon, mirándose el uno al otro.
-El cuarto de recreo?
-Todo acerca de África y lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.
-No entiendo -dijo Peter.
-Tu madre y yo hemos estado viajando por África dando vueltas y giros; Tom Swift (3) y su León Eléctrico -explicó George Hadley.
-No está África en el cuarto de recreo -dijo simplemente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos muy bien.
-No recuerdo de nada de África -dijo Peter, y mirando a Wendy-, y tú?
-No.
-Entonces corre a ver y vuelve a contarnos.
Ella obedeció.
-Wendy, vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido al cuarto de recreo. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, él se dio cuenta que había olvidado cerrar con llave aquella puerta después de su última inspección.
-Wendy mirará y nos contará -dijo Peter.
-Ella no tiene que decírmelo. Yo lo he visto.
-Estoy seguro de que te equivocaste, padre.
-No estoy equivocado, Peter. Vamos ahora.
Pero Wendy estaba ya de regreso.
-No es África -dijo ella sin aliento.
-Vamos a ver eso -dijo George Hadley, y todos juntos cruzaron el pasillo y él abrió la puerta de la habitación de recreo.
Había un bosque verde, precioso, un hermoso río, una montaña púrpura, voces agudas cantando, y Rima (4), encantadora y misteriosa, acechando entre los árboles con vuelos de mariposas de muchos colores, como ramos de flores animadas, persistentes en su largo pelo. La sabana Africana se había ido. Los leones se habían ido. Sólo Rima estaba ahí, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley vio que la escena había cambiado.
-Vayan a la cama -les dijo a los niños.
Ellos abrieron la boca.
-Ya me han oído -dijo él.
Se fueron hacia el closet de aire, donde un viento los empujó como hojas de castaño, hasta sus cuartos para dormir.
George Hadley caminó por la clara sonoridad y recogió algo que yacía en un rincón donde habían estado los leones. Luego caminó lentamente hasta su esposa.
-Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.
Se la mostró. Olor de pasto caliente y de león. Había gotas de saliva: la habían desgarrado, y tenía manchas de sangre en los lados.
Cerró la puerta del cuarto de recreo con llave, firmemente.
En medio de la noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta que su esposa también lo estaba.
-Crees que Wendy la ha cambiado? -dijo ella al final, en la oscura habitación.
-Por supuesto.
-Hizo de una pradera africana un bosque y puso a Rima ahí en lugar de los leones?
-Sí.
-Por qué?
-No lo sé. Pero quedará cerrada con llave hasta que lo averigüe.
-Cómo llegó allí tu cartera?
-No conozco la manera, dijo él, pero estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación de juegos para los niños. Si los niños son algo neuróticos, una habitación como ésa...
-Se suponía que eso les iba a ayudar a trabajar sus neurosis de una forma saludable.
-Estoy empezando a dudar –él se quedó mirando el techo.
-Nosotros les hemos dado a los niños todo lo que han querido. Y ésta es nuestra recompensa... secretos, desobediencia?
-Quién fue el que dijo: “los niños son como alfombras a las que hay que sacudir ocasionalmente". Nunca les hemos levantado una mano. Son insufribles... admitámoslo. Ellos van y vienen cuando quieren; y nos tratan a nosotros como si fuéramos sus los hijos. Los hemos mimado y nosotros nos hemos perdidos.
-Han estado actuando de un modo raro desde que les prohibiste ir en cohete a Nueva York, hace unos pocos meses.
-No tienen edad suficiente para ir solos, yo se los expliqué.
-Sin embargo, he notado que desde entonces se han mostrado fríos con nosotros.
-Creo debería venir David McClean mañana y le dé una mirada a África.
Un momento después oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas gritando abajo. Y luego un rugido de leones.
-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su esposa.
Él se recostó en su cama con el corazón palpitándole.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de recreo.
-Esos gritos... me suenan conocidos.
-En serio?
-Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo acunándolos, los dos adultos no consiguieron dormirse durante otra hora más. Un olor a gatos había en el aire nocturno.
-Padre? -dijo Peter.
-Sí…
Peter se miró los zapatos. Él ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
-Usted no cerrará con llave la habitación para siempre; lo hará?
-Todo depende.
-De qué? -replicó Peter.
-De ti y tu hermana. Si ustedes intercalaran África con alguna pequeña variedad de otros lugares... Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...
-Yo pensé que éramos libres de jugar según nuestros deseos.
-Lo son, con límites razonables.
-Qué tiene de malo África, padre?
-Oh, así que ahora admites que has jugado para que aparezca África, así es?
-No quiero que el cuarto de recreo esté cerrado -dijo fríamente Peter-. Nunca.
-De hecho estamos pensando en apagar la casa e irnos un mes fuera. Vivir una especie de existencia despreocupada.
-Eso suena estúpido! Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador automático? Cepillarme los dientes y peinarme y bañarme?
-Sería divertido un cambio, no lo piensas así?
-No, sería horrible. No me gustó que sacaras el “pintor de cuadros” el mes pasado.
-Eso es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero otra cosa que mirar y oír y oler. Qué otra cosa hay que hacer?
-Está bien, ve a jugar a África.
-Vas a cerrar la casa por un tiempo, pronto?
-Lo estamos considerando.
-Creo será mejor que no consideres eso más, padre.
-No permitiré que mi propio hijo me amenace!
-Muy bien -y Peter se fue al cuarto de recreo.
-Llego a tiempo? -dijo David Mc Clean.
-Desayunaste? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. Cuál es el problema?
-David, tú eres psicólogo.
-Eso espero.
-Bueno, entonces, dale una mirada al cuarto de recreo de nuestros hijos. Lo has visto hace un año cuando viniste por aquí. Notaste algo extraño o especial en esa habitación?
-No puedo decir que notara algo; la violencia habitual, la ligera tendencia hacia una paranoia acá y allá, lo usual en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, oh, nada en realidad.
Caminaron por el pasillo.
-Cerré la habitación de recreo -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los patrones y así los pudieras ver.
Llegó un terrible griterío de la habitación de recreo.
-Ahí está -dijo George Hadley-. Veamos lo que están haciendo.
Entraron donde estaban los niños, sin llamar.
-Salgan afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No cambien la combinación mental. Dejen las paredes como están. Vamos!
Con los niños fuera, los dos hombres quietos examinaron a los leones agrupados a cierta distancia, que comían con entusiasmo lo que fuera habían capturado.
-Desearía saber de qué se trata eso -dijo George Hadley-. Algunas veces casi lo consigo. Crees que si trajese unos binoculares de alta potencia, podría?
David McClean rió secamente.
-No lo creo -se volvió para examinar las cuatro paredes-. Cuánto tiempo hace que pasa esto?
-Hace poco más de un mes.
-Ciertamente, no se siente muy bien.
-Quiero hechos, no sentimientos.
-Mi querido George, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo prestamos atención a los sentimientos; cosas vagas. Esto no siente bien, te lo aseguro. Confía en mis corazonadas y mi instinto. Tengo olfato para las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que derribes esta maldita habitación y tráeme a tus hijos a que me vean todos los días durante un año para hacer una terapia.
-Tan mal está?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estos "cuartos de recreo" fue que pudiéramos estudiar los patrones que dejaban en las paredes la mente de los niños, estudiar aquellos con tranquilidad y de ese modo ayudarlo. En este caso, sin embargo, el cuarto de recreo se ha convertido en un canal de ideas destructivas, en lugar de ser una liberación de esas mismas ideas.
-Has sentido algo así antes?
-Sentí que afectaba a tus hijos algo más que a la mayoría. Y ahora los dañado más de algún modo. Qué puede haberlos cambiado?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-Qué más?
-He deshabilitado algunos de los aparatos de la casa y amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de recreo si no hacían sus deberes del colegio. Lo cerré unos cuantos días para demostrarle que hablaba en serio.
-Ah, ja!
-Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían un Papá Noel, ahora tienen un Scrooge (5). Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que este cuarto de jugar y esta casa los reemplazaran a ti y a tu esposa; que sus hijos les quitaran su afecto. Esta habitación es su madre y su padre; es mucho más importante en sus vidas que sus padres verdaderos. Y ahora vienes tú y quieres cerrarla. No me extraña que aquí haya odio. Puedes sentirlo que brota desde el cielo (6). Siente ese sol. George, debes cambiar tu vida. Igual que otros deberían cambiarla, la han construido alrededor de las comodidades. Porque, mañana morirían de hambre si algo en la cocina anduviera mal. No sabrían cómo sacar provecho de un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Comienza de nuevo. Tomará su tiempo. Pero cambiará la mala conducta de tus hijos, serán buenos en un año, espera y verás.
-Pero, será un golpe muy duro para los niños cerrar el cuarto de recreo abruptamente, y para siempre?
-Yo no quiero que esto empeore, que se ahonde, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se pusieron de pie al borde del claro, observando a los dos hombres.
-Ahora me estoy sintiendo perseguido -dijo McClean-. Nos vamos de aquí ahora. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones de jugar. Me ponen nervioso.
-Los leones parecen de verdad, no es cierto? -dijo George Hadley-. No creo que haya alguna manera que...
-Qué?
-…que puedan volverse reales?
-No que yo sepa.
-Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo así?
-No.
Ellos fueron hacia a la puerta.
-No creo que al "cuarto de recreo" le guste ser desconectado -dijo el padre.
-A nada le gusta morir. Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer apagarla.
-La paranoia es fuerte alrededor de aquí hoy -dijo David McClean-. Se puede seguir como una huella. Mira -se inclinó y recogió un pañuelo ensangrentado-. ¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y movió el interruptor que desconectaba el cuarto de recreo.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y hacían cabriolas y tiraban cosas. Ellos aullaban y sollozaban y maldecían y saltaban por encima de los muebles.
-No puedes hacerle eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Ya, chicos.
Los niños se arrojaron sobre un sofá, llorando.
-George -dijo Lydia Hadley-, reconecta el cuarto de recreo, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco.
-No.
-Tú no puedes ser tan cruel.
-Lydia, está desconectado y así seguirá. Y toda la maldita casa morirá aquí y ahora. Cuanto más veo el lío que nos hemos metido, más me enfermo. Hemos estado contemplando nuestros ombligos electrónicos-mecánicos, demasiado tiempo. Mi Dios, cuánto necesitamos una bocanada de aire puro!
Y recorría la casa desconectando los relojes parlantes, las estufas, los calentadores, los limpiabotas, los zapatos lazers, los depuradores limpiadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y cada otra máquina que pudo echar mano.
Parecía que la casa estaba llena de cadáveres. Se sentía como un mecánico en un cementerio de metal. Tanto silencio. Ningún aparato zumbaba ya, pero se sentía como una esperanza, una oculta energía de esperar funcionar nuevamente cuando apretaran un botón.
-No dejes que lo haga! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de recreo-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. Oh, te odio!
-Los insultos no te llevarán a ningún lado.
-Me gustaría que estuvieras muerto!
-Nosotros ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
-Sólo un momento, sólo un momento, sólo un momento en el cuarto de recreo -gritaban.
-Oh, George -dijo su esposa-. No puede dañarlos.
-Está bien... está bien, siempre que se callen. Un minuto, eso sí, y luego la apagaré para siempre.
-Papi, papi, papi! -cantaban alegres los chicos, sonriendo con las cara mojadas.
-Y luego nos vamos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora a ayudarnos a irnos y nos llevará al aeropuerto. Voy a vestirme. Vuelve a conectar el cuarto de recreo durante un minuto, Lydia, sólo un minuto, piensa en eso.
Y los tres se fueron balbuceando mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara y comenzaba a vestirse. Un minuto más tarde apareció Lydia.
-Estaré muy contenta cuando nos marchemos -dijo suspirando.
-Los dejaste en el cuarto de recreo?
-Quería cambiarme de ropa, también yo. Oh, qué África horrible. Qué puede significar para ellos eso?
-Bueno, dentro de cinco minutos estaremos camino a Iowa (5). Señor, cómo llegamos a tener este tipo de casa? qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
-Orgullo, dinero, insensatez…
-Deberíamos mejor bajar antes de que los niños chicos queden de nuevo entusiasmados con esas malditas bestias.
Justo entonces oyeron que los llamaban los niños.
-Papá, mamá, vengan rápido... rápido!
Bajaron por el tubo de aire y corrieron por el pasillo. Los niños no estaban a la vista.
-Wendy..? Peter!
Corrieron dentro del cuarto de recreo. La sabana africana estaba vacía salvo por los leones, que esperaban, que los miraban.
-Peter, Wendy?
La puerta se cerró de un golpe.
-Wendy, Peter!
George Hadley y su esposa se dieron la vuelta y corrieron hacia la puerta.
-Abran la puerta! -gritó George Hadley, tratando de girar el picaporte-. Porqué...? ...Ellos la cerraron por fuera! Peter! -golpeó la puerta-. Abre!
Él oyó la voz de Peter fuera, detrás de la puerta.
-No dejaré que desconecten el cuarto de recreo ni la casa -estaba diciendo.
El señor y la señora Hadley golpeaban la puerta.
-Ya, no sean ridículos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean estará aquí en un minuto...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones alrededor de ellos, por tres lados, en la hierba amarilla de la sabana, entre la paja seca, retumband y rugiendo.
Los leones.
El señor Hadley miró a su esposa y ella le devolvió la mirada y ambos se direron vuelta para mirar a las bestias que avanzaban lentamente, agazapadas, con las colas paradas.
El señor y la señora Hadley gritaron.
Y de repente se dieron cuenta porqué aquellos gritos que habían escuchado antes, les habían sonado tan familiares.
-Bueno, aquí estoy -dijo David McClean en la puerta del "cuarto de recreo"-. Oh, hola -miró a los niños sentados en el centro de la habitación, merendando en un claro, como en un pic-nic.
Detrás de ellos estaban la pradera y el pozo con agua...; la sabana amarilla y encima de ellos un sol ardiente.
Empezó a transpirar-. Dónde están sus padres?
Los niños miraron hacia arriba y sonrieron.
-Oh, ellos vendrán pronto.
-Bueno, tenemos que irnos. A lo lejos, McClean distinguió a los leones peleando y desgarrando y luego tranquilizándose mientras se ponían a comer en silencio, bajo la sombra de los árboles.
Él los miró poniendo la mano en visera contra el sol con los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron al pozo de agua para beber.
Una sombra parpadeó sobre la cara caliente del señor McClean. Muchas sombras parpadearon.
Los buitres estaban bajando del cielo ardiente.
-Una taza de té? -preguntó Wendy en el silencio.
Ray Bradbury
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