Charles Dickens, Grandes esperanzas (fragmentos)
"Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Bajo el peso de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: «Ahora te toca declarar a ti.» Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia secreta en la sacristía.
Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal vez me valdría el hecho de ser el día de Navidad y no un domingo cualquiera. El señor Wopsle, el sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo cercano, y que guiaba su propio carruaje.
Se había señalado la una y media de la tarde para la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta-cosa que no ocurría en ningún otro día- a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo. Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, unido a una nariz romana y a una frente grande y pulimentada, tenía una voz muy profunda, de la que estaba en extremo orgulloso; en realidad, era valor entendido entre sus conocidos que, si hubiese tenido una oportunidad favorable, habría sido capaz de poner al pastor en un brete. Él mismo confesaba que si la Iglesia estuviese «más abierta», refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero como la Iglesia no estaba «abierta», era, según ya he dicho, nuestro sacristán. Castigaba de un modo tremendo los «amén», y cuando entonaba el Salmo, pronunciando el versículo entero, miraba primero alrededor de él y a toda la congregación como si quisiera decir: «Ya han oído ustedes a nuestro amigo que está más alto; háganme el favor de darme ahora su opinión acerca de su estilo.»
Abrí la puerta para que entraran los invitados-dándoles a entender que teníamos la costumbre de hacerlo;- la abrí primero para el señor Wopsle, luego para el señor y la señora Hubble y últimamente para el tío Pumblechook. (A mí no se me permitía llamarle tío, bajo amenaza de los más severos castigos.)-Señora Joe- dijo el tío Pumblechook, hombretón lento, de mediana edad, que respiraba con dificultad y que tenía una boca semejante a la de un pez, ojos muy abiertos y poco expresivos y cabello de color de arena, muy erizado en la cabeza, de manera que parecía que lo hubiesen asfixiado a medias y que acabara de volver en sí-. Quiero felicitarte en este día... Te he traído una botella de jerez y otra de oporto. En cada Navidad se presentaba, como si fuese una novedad extraordinaria, exactamente con aquellas mismas palabras. Y todos los días de Navidad la señora Joe contestaba como lo hacía entonces:- ¡Oh tío... Pum... ble... chook! ¡Qué bueno es usted! Y, todos los días de Navidad, él replicaba, como entonces:-No es más de lo que mereces. Espero que estéis todos de excelente humor. Y ¿cómo está ese medio penique de chico? En tales ocasiones comíamos en la cocina y tomábamos las nueces, las naranjas y las manzanas en la sala, lo cual era un cambio muy parecido al que Joe llevaba a cabo todos los domingos al ponerse el traje de las fiestas. Mi hermana estaba muy contenta aquel día y, en realidad, parecía más amable que nunca en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo que ésta era una mujer angulosa, de cabello rizado, vestida de color azul celeste y que presumía de joven por haberse casado con el señor Hubble, aunque ignoro en qué remoto período, siendo mucho más joven que él. En cuanto a su marido, era un hombre de alguna edad, macizo, de hombros salientes y algo encorvado. Solía oler a serrín y andaba con las piernas muy separadas, de modo que, en aquellos días de mi infancia, yo podía ver por entre ellas una extensión muy grande de terreno siempre que lo encontraba cuando subía por la vereda. "
(Fragmento 2) Charles Dickens. Grandes esperanzas.
“¡Olvidarla! Usted forma parte de mi existencia, de mi propio ser. Ha figurado en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí por primera vez, cuando era un chico vulgar, cuyo pobre corazón ya laceró en aquel entonces. Usted siempre ha formado parte de todas las esperanzas que he tenido desde que la vi… en el río, en las velas de los barcos, en los pantanos, en las nubes, en la luz, en la oscuridad, en el viento, en los bosques, en el mar, en las calles. Ha sido usted la encarnación de toda la graciosa fantasía que mi espíritu llegó a forjar… () Hasta la última hora de mi vida, Estella, no podrá usted evitar que siga formando parte de mí mismo, parte del poco mal o bien que exista en mí. Pero en esta separación que usted me anuncia, solo la asocio con el bien, y la recordaré fielmente confundida con él, porque a pesar del profundo dolor que ahora siento, usted debe haberme hecho más bien que mal. ¡Oh Estella, Dios la bendiga y la perdone!”
Charles Dickens. Grandes esperanzas.
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