"La tregua" (Fragmento) de Mario Benedetti
"A ella le gustaba todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada. Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya no estaba pálida. "¿Hasta qué hora podés quedarte?", pregunté. "Hasta tarde." "¿Y tu madre?" "Mi madre sabe lo nuestro."
"Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí como desnudo, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. "Y eso ¿por qué?", me atreví a preguntar. "Mi madre sabe todo lo mío." "¿Y tu padre?" "Mi padre vive fuera del mundo. Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada. Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles que he escuchado jamás." Me gusta mucho que hable de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pareció que era un buen presagio para la inauguración de nuestra flamante intimidad. "Y tu madre, ¿qué dice de mí?" Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isabel. "¿De vos? Nada. Dice de mí." Terminó con el resto del champán que quedaba en la copa y se limpió los labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba nada de pintura. "Dice de mí que soy una exagerada, que no tengo serenidad." "¿Con respecto a lo nuestro o con respecto a todo?" "A todo. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en cambio llegan allí y se encuentran con que todo el milagro consiste en que uno mete las manos en el agua y se las ve levemente azules y luminosas." Evidentemente, le agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las dice como una convicción inalcanzable para ella, pero también como una convicción que ella quisiera fervientemente poseer. "Y vos, ¿cómo te sentís?", pregunté, "¿como si te vieras las manos levemente azules y luminosas?" La interrupción la trajo a la tierra, al momento especial que era este hoy. Dijo: "Todavía no las introduje en el agua", pero en seguida se sonrojó. Porque, claro, la frase podía tomarse como una invitación, hasta por una urgencia que ella no había querido formular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero que en realidad era notoriamente inhibido: "¿Puedo pedirte un primer favor?". "Podés", respondí, y ya tenía mis temores. "¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa? Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá bien." Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo. "Claro que te dejo. No faltaba más." Pero faltaba. Cómo no que faltaba."
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