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Sunday, November 15, 2020

GEORGE ORWELL AUTOBIOGRAFIA,BENGALA.,Sin blanca en París y Londres [Down and Out in Paris and London]

 


“Nací en 1903 en Motihari, Bengala, el segundo hijo de una familia anglo-india. Estudié en Eton, 1917-21, y tuve la suerte de obtener una beca, pero no trabajé y aprendí muy poco, y no tengo la sensación de que Eton haya sido una gran influencia formativa en mi vida.

Entre 1922 y 1927 serví con la Policía Imperial India en Birmania. Lo dejé en parte porque el clima me había arruinado la salud, y en parte porque ya tenía algunas ideas vagas sobre los libros, pero sobre todo porque no podía seguir sirviendo a un imperialismo al que había empezado a considerar un chanchullo. Cuando volví a Europa viví sobre un año y medio en París, escribiendo novelas y cuentos que nadie publicaba. Cuando se me acabó el dinero pasé varios años de una pobreza bastante severa durante los que fui, entre otras cosas, lavaplatos, instructor privado y profesor en escuelas privadas baratas. Durante un año o más fui auxiliar a tiempo parcial en una librería de Londres, un trabajo que era en sí interesante pero tenía la desventaja de obligarme a vivir en Londres, que detesto.

En torno a 1935 podía vivir de lo que ganaba escribiendo, y al final de ese año me fui al campo y monté un pequeño ultramarino. Casi no era rentable pero me enseñó cosas sobre el comercio que serían útiles si alguna vez volviera a probar suerte en esa dirección. Me casé en el verano de 1936. Al final de ese año fui a España para participar en la Guerra Civil, mi mujer me siguió más tarde. Estuve cuatro meses en el frente de Aragón con la milicia de POUM y resulté bastante malherido, pero afortunadamente no tengo secuelas graves. Desde entonces, salvo pasar un invierno en Marruecos, no puedo decir honestamente que he hecho otra cosa que escribir libros y cuidar de gallinas y hortalizas.

Lo que vi en España, y lo que he visto desde entonces acerca del funcionamiento interno de los partidos políticos de izquierda, me ha provocado un horror por la política. Durante un tiempo fui miembro del Partido Laborista Independiente, pero lo dejé al principio de la actual guerra porque consideraba que decían tonterías y proponían una línea política que solo le facilitaría las cosas a Hitler. Mis sentimientos son definitivamente de ‘izquierda’, pero creo que un escritor solo puede ser honesto si conserva su libertad con respecto a las etiquetas de los partidos.

Los escritores que más me importan y nunca me cansan son Shakespeare, Swift, Fielding, Dickens, Charles Reade, Samuel Butler, Zola, Flaubert y, entre los escritores modernos, James Joyce, T. S. Eliot y D. H. Lawrence. Pero creo que el escritor moderno que más me ha influido es Somerset Maugham, a quien admiro inmensamente por su capacidad de contar una historia francamente y sin florituras. Aparte de mi trabajo lo que más me preocupa es la jardinería, especialmente de hortalizas. Me gustan la cocina inglesa y la cerveza inglesa, los vinos tintos franceses, los vinos blancos españoles, el té indio, el tabaco fuerte, los fuegos de carbón, las velas y las sillas cómodas. No me gustan las ciudades grandes, el ruido, los coches, la radio, la comida enlatada, la calefacción central y el mobiliario ‘moderno’. Los gustos de mi mujer encajan con los míos casi perfectamente. Mi salud es mala, pero nunca me ha impedido hacer nada que quisiera hacer, salvo, hasta ahora, luchar en esta guerra. Quizá debería mencionar que aunque la información que he dado aquí sobre mí mismo es verdadera, George Orwell no es mi verdadero nombre.

En este momento no estoy escribiendo una novela, sobre todo debido a trastornos causados por la guerra. Pero planeo una novela larga en tres partes, que se llamará The Lion and the Unicorn o The Quick and the Dead, y espero producir la primera parte en algún momento de 1941.

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SIN BLANCA EN PARíS Y LONDRES

George Orwell  

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Fragmento

I

La rue du Coq d’Or, París, las siete de la mañana. Una sucesión de gritos furiosos y ahogados procedentes de la calle. Madame Monce, que regentaba el pequeño hotel que había enfrente del mío, había salido a la acera para increpar a una huésped del tercer piso. Llevaba los pies desnudos metidos en un par de zuecos y el pelo gris suelto.

Madame Monce: Sacrée salope! ¿Cuántas veces le he dicho que no aplaste las chinches contra el empapelado? Cree que ha comprado el hotel, ¿eh? ¿Por qué no las tira por la ventana como todo el mundo? Espèce de traînée!

La mujer del tercer piso: Va donc, eh! Vieille vache!

Después un variopinto coro de gritos a medida que se iban abriendo ventanas por doquier y media calle participaba en la discusión. Diez minutos más tarde callaron de repente cuando pasó un escuadrón de caballería y la gente dejó de gritar para contemplarlos.

Esbozo esa escena, solo para transmitir parte del espíritu de la rue du Coq d’Or. No es que las discusiones fuesen constantes, pero aun así rara vez pasaba una mañana sin al menos un estallido como el descrito. Las disputas, los gritos desolados de los vendedores ambulantes, los chillidos de los niños buscando peladuras de naranja entre los adoquines y, de noche, los cánticos a voz en grito y el hedor agrio de los carros de la basura constituían el ambiente de la calle.

Era una callejuela muy estrecha: una hondonada de casas altas y leprosas que se inclinaban las unas contra las otras en extrañas poses, como si las hubiesen congelado en el momento de ir a derrumbarse. Todas las casas eran hoteles y estaban abarrotadas de huéspedes hasta el tejado, la mayoría polacos, árabes e italianos. Al pie de los hoteles había pequeños bistros, donde podías emborracharte por el equivalente a un chelín. Los sábados por la noche cerca de un tercio de la población masculina del barrio estaba ebria. Había peleas por las mujeres y los peones árabes que vivían en los hoteles más baratos tenían misteriosas pendencias que zanjaban a silletazos y de vez en cuando con revólveres. De noche los policías solo se aventuraban en esa calle de dos en dos. Era un sitio bastante ruidoso. Y, no obstante, entre la suciedad y el estrépito, vivían los acostumbrados tenderos franceses respetables, panaderos, lavanderas y demás, que se ocupaban de sus asuntos y amasaban discretamente pequeñas fortunas. Como barrio bajo parisino era bastante representativo.

Mi hotel se llamaba Hôtel des Trois Moineaux. Era una conejera desvencijada de cinco pisos, separados por tabiques de madera en cuarenta habitaciones. Los cuartos eran pequeños y estaban siempre sucios porque no había camarera y madame F., la patronne, no tenía tiempo de barrer. Las paredes eran muy finas y para ocultar las grietas las habían cubierto con capas y capas de empapelado rosa, que se había desprendido y daba cobijo a innumerables chinches. Cerca del techo, largas filas de chinches desfilaban a diario como columnas de soldados, y por la noche descendían hambrientas, de forma que cada pocas horas había que levantarse y matarlas en hecatombes. A veces, cuando había demasiadas, quemábamos azufre para expulsarlas a la habitación de al lado; y el otro huésped respondía quemando a su vez azufre en la habitación para enviarlas de vuelta. Era un lugar mugriento pero acogedor, pues madame F. y su marido eran buenas personas. El precio del alquiler de las habitaciones oscilaba entre treinta y cincuenta francos por semana.

Los huéspedes constituían una población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje, se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios: zapateros remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En una de las buhardillas había un estudiante búlgaro que confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una docena de zapatos con los que ganaba treinta y cinco francos; el resto del día asistía a clases en la Sorbona. Estudiaba teología y tenía libros sobre la materia boca abajo en el suelo cubierto de cuero. En otro cuarto vivían una rusa y su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse. Otra habitación la habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas adultas, ambas tísicas.

En el hotel había personajes muy peculiares. Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos

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