En 1991, el filósofo y sociólogo James Hunter escribió Guerras Culturales: la lucha por definir América.
Allí utilizó el concepto «Guerras culturales» para referirse al conflicto entre valores que chocaban entre sí dentro de la sociedad. Hunter no inventó el término, pero su libro lo volvió muy cotidiano en el ámbito académico y con los años se ha popularizado hasta en la más cotidiana conversación pública. Así las cosas, el concepto de “guerra cultural” se comenzó a usar como metáfora de un grupo de temas en pugna, entre bandos políticos ultrapolarizados, relativos a la moral, la ética, la etiqueta, la política y la economía, resumidos todos ellos en “la cultura”. La metáfora bélica que popularizó Hunter es ahora un determinante de moda en el discurso político/electoral.
Ahora bien, a lo largo de este siglo el crecimiento exponencial de la intromisión de los Estados en la vida privada se ha valido de la utilización de esos temas en pugna relativos a la esfera íntima, llevándolos a la esfera de la acción política, para dar una pátina de legitimidad a la obscena ingeniería social de los gobiernos. El Estado Niñera, el Estado Moralizador, el Estado Benefactor son dispositivos de poder crecidos al calor de dicha legitimidad. Pocas décadas después de la publicación del libro, el concepto “guerra cultural” se volvió paradójicamente instrumental a los requerimientos de la creciente polarización y logró apoderarse del campo simbólico, creando un peligroso sesgo en el que mueren la intimidad, los matices y el disenso.
Si, al final, se acepta que el Estado, a cambio de “bienestar”, imponga la cultura, dicte el tenor de los valores, rija los sentimientos y regule la ética, la política se transforma en un artefacto de la moral, y, por consecuencia, se encuentra habilitada para movilizar recursos en torno a sostener su particular grupo de posiciones sobre cuestiones morales, algo muy cercano a una teocracia, por ejemplo. El Estado a lo largo de este siglo ha avanzado tanto sobre el ámbito privado que ahora está a cargo de “la verdad” acerca de los dichosos temas en pugna, y tiene el poder de convertir en “oficial” un conjunto de ideas sobre la variedad de opciones, lo que hace imposible la pretendida diversidad y mucho menos la libertad. Imponer “la cultura” se ha convertido en una competencia del Estado, más allá de las leyes y de los espacios convivenciales que, en una sociedad diversa, se pretenden neutros.
Gerenciar la cultura desde el Estado implica poseer un nivel de control totalizante que destruye el pacto democrático, porque la mera disidencia se convierte en “una amenaza”. La guerra cultural no es propaganda política y no intenta convencer al votante, finalmente convertido en un objeto decorativo. En cambio, la guerra cultural se juega en otro tablero más sutil, es de otro registro en donde desaparece la posibilidad de desafiar la moral y la cultura impuesta por el poder, más allá de la escenificación de la elección política. En este contexto, quien ostente el poder se convierte en un predicador capaz de condenar a un individuo por acciones que, sin ser ilegales, ofenden el marco de la moral estatal. El libro de Hunter que seguía a “Guerras Culturales” se llamaba “Antes de que comience el tiroteo: Buscando la democracia en la guerra cultural de Estados Unidos” y allí planteaba que las guerras culturales siempre preceden a las guerras a tiros. No conducen de forma necesaria a una guerra tradicional, pero no hay una guerra tradicional sin una “guerra cultural” previa, porque la cultura proporciona las justificaciones para el enfrentamiento.
Si bien la neutralidad absoluta es imposible, en el marco de la convivencia democrática la imparcialidad de los espacios convivenciales es una aspiración legítima y aceptada por la sociedad. Un espacio de respeto mutuo en el que no se espera que haya una prédica moralizante/ideologizante omnisciente. En una democracia, las personas aspiran a contar con ámbitos que no estén atravesados por la ideología: los servicios de justicia, seguridad, salud, educación. En definitiva, las personas deberían poder atravesar dichos ámbitos sin que a cada insignificante paso el poder les propine un sermón ideológico. Esto era así hasta hace un puñado de años, cuando las “guerras culturales” no estaban de moda y tan en carne viva. Más aún, gente de todo el arco ideológico podía ver contiendas deportivas, concursos de belleza, películas infantiles y comedias de humor negro o podía festejar la Navidad o el Día de la Madre sin ser importunada por un balde de ideología moralizante, asfixiante y opresivo lanzado desde el poder de forma tan determinante que les impidiera existir libremente. Arrecian las guerras culturales cuando una posición ideológica se vuelve “oficial”, coloniza los espacios neutros, los somete y envía al destierro a quienes no lo acepten. La destrucción de la imparcialidad del espacio común determina la aparición de una “guerra cultural”.
El psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt ha escrito sobre la psicología de la moralidad y también ha reflexionado sobre la idea de la guerra cultural en algunos de sus trabajos como: La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata o La mimada mente americana. Según explica Haidt, el sentido de la moralidad tiene 6 fundamentos: el Cuidado (aprecio y protección del otro), Justicia (imparcialidad, proporcionalidad), Lealtad (hacia el grupo asumido como propio), Autoridad (antecedente condicionante, respeto), Sacralidad (pureza) y la Libertad. Como seres humanos necesitamos la pertenencia a la comunidad, y las comunidades tienen todas un principio de equidad, de algo que consideran “lo bueno” y “lo justo». En todas las comunidades, sea cual fuera su forma de ordenamiento, las personas se preguntan ¿Son justas las reglas de este grupo? ¿Es imparcial el tomador de decisiones? Estas preguntas son fundamentales porque cuando las personas tienen fe en el ordenamiento que rige su comunidad, están dispuestas a aceptar resultados aun cuando son desventajosos para ellas, y cuando piensan que el sistema es corrupto, son mucho más propensas a desconocerlo, y esto desata una controversia de valores, de ideas en pugna, una “guerra cultural”.
Según Haidt, los 6 fundamentos aparecen en todas las formas en que las personas se organizan cívicamente. Cuando se ignoran o se prohíben estos fundamentos se provocan reacciones emotivas negativas ante el miedo activado de poner en riesgo aquello que se considera lo justo y lo bueno. Cuando se viola dicho marco se provoca un estado psicológico llamado reactancia, que es el enojo contra la presión o restricción percibida. La reactancia hace que las personas se enfoquen en hacer lo contrario de lo que fueron presionadas a hacer, incluso si no estaban inclinadas a actuar de esa manera de antemano. La reactancia es una reacción emocional surgida de la supresión de las referencias sobre lo justo y lo bueno dentro de un ordenamiento X.
En el ordenamiento democrático, la igualdad ante la ley de los individuos, el empeño en la búsqueda del equilibrio, y el respeto por el espacio neutro demuestra la virtud cívica de diversidad y de acuerdo necesarios para la paz. En una democracia eso es lo que se considera lo justo y lo bueno. Corromper ideológicamente el espacio neutro hasta hace un puñado de años era mal visto, pero hoy la colonización cultural totalizante arrasa con toda neutralidad, avanzando hasta aspectos íntimos que resultaban impensables pocas décadas atrás. Esa imposición que profana los espacios neutros y de la vida privada genera reactancia. Vale decir que la imposición totalizante de una moral estatal es la que desata la “guerra cultural”. La pugna entre una imposición cultural y la reacción que genera se está tensando de forma peligrosa en términos convivenciales.
En una convivencia democrática real, las instituciones no están para imponer una forma de pensar, una cultura, una moral. Las instituciones no están para sentir orgullo, ni para castigar el odio, no están para imponer solidaridad, altruismo, no están para reparar la historia, no están para instigar remordimiento, resentimiento o victimismo. Las instituciones no están para escandalizarse por lo inapropiado, no están para condenar lo grosero, para sopesar la incomodidad, para interpretar coqueteos, para olfatear intenciones, para definir gustos o para modelar la etiqueta. La democracia es sólo un acuerdo, muy frágil, de no atacarnos unos contra otros por nuestras opiniones y diferencias y respetar las leyes y la intimidad de las personas.
La democracia es un criterio sofisticado y novedoso, rarísimo en la historia de la humanidad, que está plagada de defectos, pero es a la vez la forma más eficaz de proteger el debate y eso implica tener en el tablero ideas que no gustan, que molestan o que ofenden. La democracia es nada más y nada menos que un sistema de administración de ese tablero y no puede un Estado democrático imponer un grupo de ideas en pugna por sobre otras, vale decir imponer “la cultura”, porque así se genera reactancia y las personas dejan de confiar en este sistema de ordenamiento. Entonces los reactantes, los que resisten al rediseño de lo que es bueno y es justo se hartan, se inflaman las pasiones y se altera la convivencia, ahí comienzan las guerras culturales… y su consecuente riesgo de agresión real. Es posible que estemos transitando este terreno, un buen intento de recuperar el ordenamiento democrático sería que el Estado deje de usar su poder para entrometerse en la esfera privada y que deje de corromper los espacios convivenciales neutros, porque estamos a un paso de que las “guerras culturales” terminen con la democracia.
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