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Friday, February 19, 2021

La hora en que ladran los perros: cuento escrito por Tony Cázares Fotografía: Gabriel Figueroa Aquél trauma se le hendía como garrapata sobre la carne del sueño.

 

La hora en que ladran los perros: cuento escrito por Tony Cázares
Fotografía: Gabriel Figueroa
Aquél trauma se le hendía como garrapata sobre la carne del sueño. Nunca le gustó dormir bajo las penumbras de la luna nueva porque el resabio en la saliva de su boca le provocaba náuseas; lo hacía pelar los ojos, zarandeados como dos canicas, a la hora en que ladran los perros. Entonces, infundido ya por ésas alucinaciones somnolientas, agredía en un ataque de reflejos involuntarios lo que estuviera de frente. Por alguna de sus fatales madrugadas le dio al espejo del cuarto con una cantimplora de sotol, haciéndolo estallar en un reguero de trizas, debido a que soñó al espectro rencoroso de Raymundo Franco, de pie sobre los muelles del colchón. ‹‹Sabrá su perra madre por qué sueña lo que sueña el jefe Inocencio», pensaban sus pistoleros. En cambio, su más íntimo compadre, el centinela de tan grande casa, Cirilo “El Chanate” Fierro, atribuía aquellos martirios titánicos a su inmunda consciencia.
─Es el escarmiento nuestro ─confesaba Chanate. ─Después de que uno mata a un cristiano no se vuelve a dormir igual.
Y a la sombra de su lujoso recinto, cimentado sobre lo que en un ayer fue un triste jacalón con galpones de lámina, Inocencio Cuevas arrumbó a montones su desolado sufrimiento. Era un hombre cochino: el tiradero de las tortillas lamosas de hace días se mezclaba junto a las bachas del cigarro; junto a las achicharradas cajas de leche. Érase pues una tarde de junio, aprovechando sus mortificaciones como pretexto, cuando se regaló la rutinaria desvergüenza de no recoger la habitación; venía de oírle las pendejadas a los Romero, alebrestado de muchos calorones y corajes que ya ni se fijó en la falta de la luna. Esa fue la misma noche en que cargó la cruz más pesada de sus pesadillas.
Apareció hecho niño en la barranca del sueño, encerrado contra la primera cicatriz de su memoria: la fecha en que dos ferrocarriles chocaron sobre los rieles del monte; el recuerdo de un desamor desoldándole la coraza del alma. Y se soñaba allí, apeñuscado a los faldones guindas de su madre, bajando por las laderas pobres del pueblo. A los Cuevas, aquél estruendo los había agarrado con el pan en la boca. Andaban sobre la Plaza Juárez, tras terminar la venta de empanadas.
En el mero letargo, fueron urdiéndosele con más claridad que nunca las figuras de Rosa, su madre; la tiene allí grabada, antes de la tragedia, sobándose sus tobillos cubiertos por callos duros, bebiendo agüita de sandía en las escaleras adoquinadas del kiosco, enrebozada como de vergüenza; mientras él se ponía a jugar a la pelota con otros niños hasta que le daban un balonazo a las candilejas y el cuidador les gritoneaba aplacándoselos con el puro susto. Para luego las mujeres salían en defensa de sus hijos. El espíritu de madre se les desenrollaba de golpe en el pecho. A todas excepto a una, la cual era Rosa. Ella sólo tomaba a Inocencio de la mano y se iban juntos a cualquier sitio en que nadie pudiera quejarse de su presencia. Así había sido desde siempre: acomodándolo como quien busca dónde poner una cajita de tiliches inútiles, ‹‹allá muy lejos, que nadie lo viera».
Pero a ratos Inocencio recordó: soñó con aquél estallido seco que hizo ahuyentar a las palomas de los cables y retumbar la tierra. Su madre, Rosa, estrelló su vaso de agua contra el suelo, azorada por la humareda negruzca que iba levantándose allá en la copa de las nubes; de pronto ella se dio a la corrida por advertir la incidencia, olvidándose de su hijo y de su canasto de empanadas junto a la banca de hierro verde. No pudo descifrarlo aun así, las gentes de la Colonia Centro desconocían los orígenes de aquél espectáculo insólito; les bastó con rejuntarse a tumbos sobre las escaleras del ayuntamiento, tramando desde la distancia un puño de catástrofes; cuentos que sólo hacían a Rosa pensar en la suerte de su mísero jacalito. Lo cierto era que en las cuadras bajas de la Abraham Gonzáles, las personas iban echándose a la fuga para no ser devoradas por los latigazos del incendio; cómo fuera posible huían a las orillas, quebraban sus ventanas o le pegaban el brinco a los corralones bardeados por cristales rotos de caguamón.
En aquél tiempo Inocencio Cuevas tenía seis años en su piel de trigo. Era un pequeño molenque de pupilas hondas y amieladas, de cabellos sebosos remarcados en una partidura de niño bueno. No asimilaba por qué dos ferrocarriles llenos de butano colisionándose sobre el Monte de los Remordimientos sería el resultado típico de un mal de amores; pero lo fue de verdad. Al amanecer siguiente, las planas del periódico ya reportaban las intimidades de un mentado Nazario, quien fuera el mismo operador en turno de la máquina ferroviaria y víctima de una infidelidad la tarde anterior, encontrándose con su propio hermano en la cama conyugal subido sobre el cuerpo ansioso de su mujer.
Allí, en el momento, Nazario no les dijo nada. Decidió solamente purgarse la amargura con un tequila que lo puso a vomitar los espumarajos de su corazón molido; hubiera sido mera anécdota, pero a su infortunio se le sumó que los efectos letales de la borrachera no se vieron contrarrestados durante la mañana, antes de irse a trabajar, con los tres tazones de menudo que se sirvió de almuerzo. Así sumió a Santa Rosalía en el infierno, confundiéndose horrible al maniobrar el cambio de rieles; dejando un crepúsculo de plomo que se dibujó para siempre en las historias del pueblo, y también en las raíces de Inocencio Cuevas; en sus tinieblas; en su crueldad despechada; en el bucle onírico que lo hacía despertar del miedo en un ajetreo convulso. Porque a pesar de las apariencias no podía mentirse: se convirtiera él en un hombre de sentimiento encallecido, iba a seguir atormentado por aquella condenada fecha, la misma en que descubrió que su madre jamás lo quiso.
─¿Y cómo no te ibas a dar cuenta? ─murmura la voz de su sueño. ─Si aquél cariño que no tuviste nunca es como ésos muertos de hace tres días, los que encierras en un petate al fondo de la bodega hasta que los Romero se dignan a decirte dónde vas y los sepultas; ya apestaba; mucho apestaba aquél cariño muerto que tu madre no pudo esconder.
“…Pero no la culpes a ella, Inocencio, si aquella mujer a quien los pelaos desvestían con sus miradas sucias ha sido la misma que te traía en el lomo por las cuestas empinadas, bajo los rejegos solonones, nomás para que no te enflaquecieras del hambre; recuérdala bien: quizá floreció entre ustedes algo mucho más fuerte que el amor, es decir, la lástima. ¿Qué me vas a contar a mí si soy tu consciencia? Por eso mismo te lo digo: tenle una migaja de misericordia. Piénsale aunque sea un poco: sabes que la peor tristeza para un niño es mirar la mesa sobrada de sillas. Y ella no te faltó nunca a la hora de comer. Es él en realidad quien acarreó con tu primer desamparo. Sí, aquél fantasma; aquél hombre al que no le conociste ni la voz aunque tu madre dijera a regañadientes que para encontrarlo sólo necesitabas tu reflejo en el agua… Ahora dime: ¿desde hace qué tantas noches ya no encuentras ni tu figura entre los charcos, en los cristales, en las piedras pulidas y las cosas transparentes? Te cansaste. ¿No es así? Decidiste huir de ti mismo y el abandono se convirtió en tu asesino. Por eso no te pegas un balazo. Porque tiempo atrás tu confusión ya te mató. Algo dentro tuyo mutiló tu alma, te dejó en la calle con el puro pellejo. Y vives y mueres moribundo entre la tumba y los caminos, pidiéndole al porvenir que un relámpago de justicia te devuelva a cantaros la felicidad que no tuviste. Y la buscas en forma de placer… ¿De veras crees encontrar retribución así, Inocencio? Hoy que eres el responsable de otras mil tristezas; de otras cien ruinas; hoy que te has convertido en tu padre: en aquél hombre de ojos mediocres al que solo le alcanzaba para mirarse los zapatos. ¡Levanta la cara! ¡Despabílate!
─¡Cállate! ¡Cállate! ─gritaba Inocencio, sonámbulo, con las uñas prendidas de las sábanas.
Afuera se oyeron los ladridos de los perros; adentro, en su blando colchón, él ya sentía hundiéndose hacia el abismo.
─Pobrecito que te veías correteando a tu madre por la calle Guerrero, dando de maromas entre la Plaza Juárez mientras ella iba pregunte y pregunte a las gentes qué sucedía. Y tú tan loquito andabas que hasta creíste desaparecer del mundo porque nadie se volteó a mirarte; a darte la mano. Supiste entonces que la vida empezaba en los ojos apagados de aquella mujer. Así que te dio por llorarle como pelón de hospicio, a rasguñar los holanes de su falda aunque cada intento resultara en vano. Ni cuenta se dio que te traía detrás: bien pudieras perderte y ella ni sus luces, pero no se diga nada de su casa; no era de imaginarse que se incendiara aquel chiquero sagrado de tablas rotas donde quería empezar su nuevo camino. ¿No lo recuerdas? Apenas le dijeron que se había apaciguado la lumbre y se peló a buscar lo que le sobraba de esperanza.
─¡Te dije que te calles!
─No te mientas... En tus narices todavía se juntan los olores a ceniza, a las ilusiones chamuscadas que se desprendían de los caseríos de adobe. En tus ojos puedes mirar aún a tu madre con la cabeza alzada al cielo como esperándose a que Dios bajara, siendo que lo único que se dignó a bajar en medio de aquél caliente terregal fue el alarido de un perro tatemado que agonizaba desde la azotea del vecino. Así de triste pasó. De la desgracia sobrevivieron nomás las casas de cemento con su mancha negra de lumbre pintarrajeada en los muros... Aquellos muros pintados también con tu llanto… ¿No te acuerdas que tu madre te aventó a un rinconcito de ruinas para que no dieras lata? Es que fregabas mucho… A eso de la noche hasta te mandó con los Mayorga a pedirles un pan, aunque ésos canijos ni la puerta te abrieron. Te acurrucaste entonces en ese rincón oscuro para dormir, esperando a que te cobijaran los brazos de tu madre. Y en la madrugada, cuando se te acercó y que al fin pensaste que te iba a consolar, te dijo con sus palabras de balazo: mira tú, cuánto te apuesto a que dejaste el chingado canasto sobre la banca.
De repente Inocencio Cuevas dio un mugido como de vaca muda; trató de estirar los dedos tiesos que traía engarruñados a las sábanas; hizo por calmarse el reborujo de cosas que se le andaban revolviendo en la mirada. Empezó a sentir unas manitas frías palpándole el rostro: era un niño de ojos ensombrecidos, con la piel sucia de escombro; con las greñas sebosas, despeinadas. Estaba por infartarse del espanto. Un día antes hubiera podido jurar que si encarara al Diablo no le temblaría el corazón; desconoció, en su ignorancia, que no era indispensable recurrir a tales extremos para invocarse un terror desmesurado; que a veces bastaba sólo con mirar el reflejo de uno mismo.
─Oiga, compare, ¿todo bien? ¿Cómo andamos? ─preguntó Chanate, con su voz quedita, llamándolo detrás de la habitación. ─Los Romero quieren el cuerpo de Isidro Quijano.
“¿Pues qué le está pasando a usted compare? ─susurró Chanate, asustadizo, después de abrir la puerta. ─¿Se le habrá subido uno de sus muertos? ¿Y ‘ora, pos qué hago?
Inocencio Cuevas buscó mover los labios, intentó pescar con su lengua entumida las palabras en el aire:
─Un niño…Un niño… ─dijo muy a fuerzas. ─Se me ha subido un niño muerto… Pero no me mires así, Chanate. Yo no soy tan maldito para matar a un niño. A éste me lo mataron.
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