Endofobia
La endofobia es lo opuesto a la xenofobia. Si esta última palabra, tan manoseada en el mundo de la política, significa rechazo por lo extranjero, la endofobia es el rechazo por lo propio. La corrección política ordena que mientras que la xenofobia es una grave tara moral, la endofobia es una virtud.
Aunque esté muy extendida en una Europa saturada de complejos, probablemente sea España la campeona mundial de la disciplina. Alemania también se destaca en la clasificación, sobre todo como consecuencia de las dos guerras mundiales, pero la endofobia hispánica o autohispanofobia goza de mayor pedigrí porque el nefasto siglo XIX fue dejando un poso de amargura que acabó cristalizando en el desastroso 1898. No fue casualidad que en aquel momento arrancaran tanto los separatismos como la endofobia izquierdista que, sobre todo tras 1939, acabaría desembocando en su patológica separatofilia actual.
Pero no son solamente los españoles los afectados por el virus autohispanofóbico. El indigenismo es otra de sus mutaciones, que en este caso afecta a quienes detestan su condición de hispanoamericanos por acusar a la España de siglos pasados de los males que les afectan hoy, como si no hubieran disfrutado ya de varios siglos de independencia para subsanarlos. Pero echando las culpas a España desde Colón hasta Fernando VII camuflan su incapacidad, lo que tranquiliza sus hipócritas conciencias. El reciente circo mexicano ha sido el último episodio hasta el momento. Seguiremos viendo muchos más.
La autohispanofobia, por otro lado, no es más que nuestra aportación a eso que se llama wokismo, tendencia internacional a denigrar a las naciones europeas y sus prolongaciones en otros continentes. La autodemolición de Occidente. Porque sólo los europeos, blancos y cristianos somos culpables. Los demás son inocentes. Y lo más importante es que, según este dogma moderno, los europeos heredamos la culpa de generación en generación y debemos pagar por el comportamiento de nuestros lejanos tatarabuelos. Pero, como muy bien explicó Fernando Paz hace algunos meses, si los españoles de hoy, según esta singular manera de razonar, debemos pagar por los hechos de nuestros ancestros, los mexicanos deberán pagar por los de los suyos. Y de este modo, ya que los mexicanos del siglo XVI eran antropófagos, los españoles podríamos comenzar a plantearnos devolver el oro de cuyo robo se nos acusa cuando los mexicanos comiencen a vomitar las personas que sus abuelos se comieron.
La incombustible Irene Montero, musa del izquierdismo endófobo, señaló un mural propagandístico de su camarada Diego Rivera como argumento por el que el rey Felipe VI debería pedir perdón por los hechos de Hernán Cortés. Cabría aducir que, según esa lógica, cualquier cuadro o viñeta de tebeo podría servir de equivalente argumento probatorio, pero da igual. Cualquier argumento sobra puesto que lo que cuenta es que la izquierda española aplaude cualquier manifestación de hispanofobia por absurda que sea. Les alegra, les gusta, les colma de íntimo placer. Y como los izquierdistas son mayoría, no es extraño que en varios estudios internacionales realizados en los últimos años aparezca España como el país europeo con mayor rechazo por su pasado y menor apego por sí mismo. Del millón de ejemplos disponibles, baste con aquel inmortal «Yo no puedo decir España» de un Pablo Iglesias que, incoherentemente, llegaría a vicepresidente del gobierno de ese país cuyo nombre no puede decir, y aquellas declaraciones de Fernando Trueba, influyente representante de la intelectualidad izquierdista, al recibir el Premio Nacional de Cinematografía de 2015:
«Nunca he tenido ningún sentimiento nacional. Siempre he pensado que, en caso de guerra, yo iría con el enemigo. Siempre. Cuando leía la historia siempre decía ‘¡Qué pena que España ganara la Guerra de Independencia!’. A mí me hubiera gustado muchísimo que la ganara Francia (…) La verdad es que yo nunca me he sentido español, nunca, en mi vida, jamás, ni cinco minutos de mi vida, me he sentido español. En los mundiales, siempre iba con las selecciones de otros países».
El eminente escritor inglés Lawrence Durrell, que tantos libros dedicase al mundo griego, escribió en 1978 que «el cretense es famoso por su terquedad y su orgullo nacional, que casi iguala al del español».
1978, significativo año. ¿Qué habrá pasado en España desde entonces? Adivina, adivinanza…
GACETA.ES
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Lo fue antaño, ciertamente. Quizá pueda serlo mañana, quién sabe. Pero hoy, lo que se dice hoy, España no es una gran nación. Al revés, es muy pequeña. Peor aún: está dejando de ser una nación. Y lamento de verdad echar tanta agua al vino de quienes este 12-O han salido con el tropo, pero es que incluso éste, el de «somos una gran nación», es una de esas importaciones norteamericanas que tan frecuentemente devoran nuestras elites con el mismo afán suicida de quien se atiborra de comida basura.
España, hoy, no es una gran nación porque ha renunciado voluntaria y colectivamente (e insisto en los dos adverbios) a todos los instrumentos que pueden garantizar tal cosa. De entrada, no hay gran nación si no hay Estado que la sostenga, pero España ha entregado a manos ajenas todos los resortes básicos de la soberanía estatal: nuestros ejércitos están a lo que digan los norteamericanos, nuestra moneda está a lo que diga Francfort, nuestra agricultura y nuestra industria están a lo que diga Bruselas y nuestras fronteras están a lo que diga Marruecos (o quien sea). Después, toda nación muere si nadie se ocupa de recordar que existe, pero España lleva más de medio siglo dedicada afanosamente a la tarea de echar toneladas de tierra (y de basura) sobre la idea nacional y financiando la sepultura con inacabables fondos públicos: por un lado, legitimando políticamente a cualquier separatismo; por otro, estimulando el nacimiento de identidades locales al calor de las oligarquías autonómicas, y sobre todo, adoptando como doctrina de Estado, a derecha e izquierda, la aniquilación de la identidad nacional, lo mismo en los programas de enseñanza que en las inversiones culturales del poder público y, por supuesto, en la política general. El resultado de todo eso es un país que en lo demográfico se extingue y en lo cultural agoniza, adormecido bajo la batuta de gobiernos corruptos que han reducido la democracia a un circo y la política, a un juego malabar.
¿Y qué hacer? Bueno, en realidad es muy simple: actuar exactamente al contrario de como se ha venido actuando en todos los órdenes antes enumerados. Y sobre este punto, si no hay razones para el optimismo, tampoco las hay para el pesimismo. Lo más importante que ha pasado en la cultura española en el último medio siglo es el movimiento de reapropiación de la identidad nacional por parte de la gente (eso que antes se llamaba «el pueblo» y que quizá haya que volver a llamar así). Para constatarlo basta entrar en una librería, bucear en las redes o, más primariamente, mirar los rostros de los chavales que coreaban «Gibraltar español» en los festejos de la Eurocopa. Todo eso era inimaginable hace sólo quince años. Y lo más relevante es que esta ola de reespañolización de la conciencia colectiva se ha construido expresamente contra el poder, contra ese ominoso discurso institucional de la anti-España. Pues bien: del mismo modo que lo nacional está resucitando en la cultura, puede hacerlo en la esfera de lo político. Eso exigirá, es verdad, voluntades firmes y mucha convicción, porque la atmósfera del poder parece empujar en sentido contrario. Y sin embargo, ¿acaso no es esa voluntad de reconstruir las soberanías nacionales lo que estamos viendo surgir un poco por todas partes?
El orden mundial vigente se ha construido sobre el designio de disolver lo nacional, especialmente en el ámbito de eso que aún se llama «Occidente», pero tal orden se está cuarteando a ojos vistas. De hecho, este es seguramente el dato más relevante de nuestro tiempo. Algo nuevo está naciendo. Algo que no tiene por qué ser hermoso ni pacífico (¿cuándo lo es?), pero que, en cualquier caso, va a determinar nuestras vidas para los decenios venideros. A nosotros nos corresponde intentar sobrevivir en ese nuevo mundo con una voz propia. Recordar Lepanto o la conquista de América está bien; incluso es imprescindible para no olvidar quiénes somos. Pero recordar que fuimos una gran nación en el pasado no equivale a seguir siéndolo en el presente. Para esto otro hace falta recuperar aquella voluntad que en algún momento perdimos. Esa debería ser la tarea prioritaria si queremos que algún día España sea, efectivamente, una gran nación.
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