Miguelos ParnassusLectores de Dostoievsky
Aleksandr Pushkin.
Hay un poema que hacía llorar a Dostoievski de emoción: “El caballero pobre”, de Aleksandr Pushkin. Lo cuenta la hija del genio ruso, Aimeé Dostoievski, en la biografía que dedicó a su padre. Vida de Dostoyevski por su hija, que yo he leído en edición de El buey mudo (2011).
Transcribo el fragmento en el que Aimée (su verdadero nombre era Liubov) hace referencia a la emoción que sentía su progenitor por dicho poema.
“[…] Habiendo formado así un poco nuestro gusto literario, empezó a recitarnos las poesías de Pushkin y de Tolstoi, dos poetas nacionales a los que tenía particular afección. Recitaba admirablemente sus poesías; había una que no podía leer sin lágrimas en los ojos, El caballero pobre, de Pushkin, un verdadero poema medieval, la historia de un soñador, de un don Quijote, profundamente religioso, que pasa su vida por Europa y por Oriente combatiendo por las ideas del Evangelio. En el transcurso de sus viajes tiene una visión: en un momento de exaltación suprema, ve a la Virgen Santísima a los pies de la Cruz. Corre desde entonces una cortina de acero sobre su rostro y, fiel a la Madona, no vuelve a mirar a las mujeres. En El idiota refiere cómo recitaba esa poesía una de sus heroínas. “Un espasmo gozoso recorre su rostro”, dice describiendo esta escena. Eso es precisamente lo que le sucedía a él cuando recitaba; su rostro se transfiguraba, su voz temblaba, sus ojos se velaban de lágrimas. ¡Padre querido! ¡Era su propia biografía la que nos leía en aquel poema! También él era un caballero pobre, sin miedo y sin tacha, que combatió toda su vida por las grandes ideas. También él tuvo una visión celeste, pero no fue la Virgen la que se le apareció: fue Cristo el que le salió al encuentro en el presidio y le hizo seña de que le siguiera…
Vida de Dostoyevski por su hija (El buey mudo, 2011), páginas 224, 225.
EL CABALLERO POBRE
(poema)
Aleksandr Pushkin (1799-1837)
Era un pobre caballero
silencioso, sencillo,
de rostro severo y pálido,
de alma osada y franca.
Tuvo una visión,
una visión maravillosa
que grabó en su corazón
una impresión profunda.
Desde entonces le ardía el corazón;
apartaba sus ojos de las mujeres,
y ya hasta la tumba
no volvió a hablar a ninguna.
Púsose un rosario al cuello,
como una insignia,
y jamás levantó ante nadie
la visera de acero de su casco.
Lleno de un puro amor,
fiel a su dulce visión, escribió con su sangre
A.M.D. sobre su escudo.
Y en los desiertos de Palestina,
mientras que entre las rocas
los paladines corrían al combate
invocando el nombre de su dama,
él gritaba con exaltación feroz:
Lumen coeli, sancta Rosa!
Y como el rayo, su ímpetu
fulminaba a los musulmanes.
De regreso a su castillo lejano,
vivió severamente como un recluso,
siempre silencioso, siempre triste,
muriendo por fin demente.
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