—Voy
a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido
jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al
prójimo a quien no se puede amar. Por lo menos, sólo se le puede querer a
distancia. No sé dónde, he leído que «San Juan el Misericordioso», al
que un viajero famélico y aterido suplicó un día que le diera calor, se
echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su aliento en
la boca del desgraciado, infecta, purulenta por efecto de una horrible
enfermedad. Estoy convencido de que el santo tuvo que hacer un esfuerzo
para obrar así, que se engañó a sí mismo al aceptar como amor un
sentimiento dictado por el deber, por el espíritu de sacrificio. Para
que uno pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre permanezca
oculto. Apenas ve uno su rostro, el amor se desvanece.
—El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.
—El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.
Hermanos Karamazov
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