Una vez escrito el párrafo anterior, he recordado que mi primer encuentro con Gógol se produjo mucho antes de lo que he manifestado. En realidad, fui uno de los que acudieron a sus conferencias de 1835, cuando enseñaba (!) historia en la Universidad de San Petersburgo. Esa actividad docente, a decir verdad, se desarrolló de manera muy original. En primer lugar, Gógol excusaba su asistencia a dos de cada tres clases; y en segundo lugar, incluso cuando aparecía en la cátedra, no hablaba, sino que se limitaba a susurrar algunas palabras inconexas y a mostrarnos unos pequeños grabados en acero con vistas de Palestina y otros países orientales; durante todo el tiempo se mostraba terriblemente confuso. Todos estábamos convencidos (y no andábamos muy lejos de la verdad) de que no sabía nada de historia y de que el señor Gógol-Yanovski (con ese nombre aparecía en el horario de sus conferencias) no tenía nada que ver con el escritor Gógol, al que ya conocíamos por su obra Veladas en una granja cerca de Dikanka. Acudió al examen de fin de curso de su asignatura con un pañuelo anudado al rostro , como si tuviera dolor de muelas, y no abrió ni una sola vez la boca; su aspecto era el de un hombre completamente abatido. El profesor I.P. Shulgín fue el encargado de preguntar a los estudiantes en su lugar. Aún me parece ver su figura delgada y nariguda, con los dos extremos del pañuelo negro de seda sobresaliendo de lo alto de la cabeza como dos orejas. No hay duda de que él mismo comprendía perfectamente toda la comicidad y toda la incomodidad de su situación: ese mismo año renunció a su plaza. Todo ello, sin embargo, no le impidió exclamar: “Subí a la cátedra sin reconocimiento y sin reconocimiento bajé de ella”. Había nacido para instruir a sus contemporáneos; pero no desde la cátedra.
- I.S. Turguéniev
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