CARMEN MARTÍN GAITE
«Nací en Salamanca el 8 de diciembre de 1925, a las doce de la mañana de un día frío y soleado. Esto de nacer a mediodía y con sol parece presagio de buena fortuna, según dicen los nigromantes; pero en mi caso, y sin ánimo de quitarle méritos al sol, creo que todo lo bueno que me ha pasado en el mundo (y lo que siendo menos bueno, haya sabido aceptar o convertir en mejor) se debe al amor a la vida y la confianza que desde la infancia me inculcaron mis padres, ambos de una calidad humana excepcional… Nací en la Plaza de los Bandos número 3, que fue nuestra vivienda hasta que a mi padre lo trasladaron a Madrid en 1950… Al colegio no fui. Mi padre era poco amigo de la educación impartida por frailes y monjas, y en Salamanca (ciudad de costumbres rígidas y de muchos prejuicios) colegios no religiosos y de cierta calidad no había prácticamente ninguno. Mi hermana y yo tuvimos varios profesores particulares de dibujo y de idiomas y de cultura general, pero fue sobre todo mi padre quien nos aficionó personalmente al arte, a la historia y la literatura… Toda la guerra la pasamos en Salamanca, con bastante miedo, debido a las ideas liberales de mi padre y de todos sus amigos, muchos de los cuales -entre ellos don Miguel de Unamuno- sufrieron persecución o cárcel por parte del general Franco, que tenía en Salamanca su Cuartel General y reprimió -como es sabido- cualquier conato de liberalismo… Hice el bachillerato en el Instituto femenino de Salamanca, un caserón destartalado y frío… En el instituto tuve tan buenos profesores como don Rafael Lapesa y don Salvador Fernández Ramírez, a quienes la guerra había pillado por casualidad en Salamanca. Creo que a estos dos excelentes profesores les debo mi definitiva vocación por la literatura…».
«Salamanca en mi recuerdo está unida indefectiblemente a la literatura. No sólo porque en esa ciudad, donde me cabe la honra de haber nacido, aprendí a leer y a manejar el excelente castellano que en mi tierra es primor espontáneo tanto de campesinos y menestrales como de doctores, sino también porque ella, la ciudad misma, fue tema de mis primeras composiciones literarias. Recuerdo que, cuando yo tenía trece años, un catedrático del Instituto, el hoy académico don Rafael Lapesa, a quien la guerra había obligado a refugiarse allí, encargó a sus alumnas escribir una composición donde narráramos un paseo por la ciudad. En mi paseo Salamanca se veía a lo lejos, desde la otra orilla del río. Estaba atardeciendo. Alejarme de las cosas para mirarlas mejor era ya síntoma de cierta tendencia a poner distancia entre mi vida y mi pensamiento, condición bastante emparentada con el punto de vista literario. No recuerdo si sería algo de esto lo que pensó don Rafael Lapesa, a quien gustó tanto mi redacción que la leyó en clase en voz alta, animándome con aquel espaldarazo, que nunca le agradecerá bastante, a no abandonar el surco de la literatura. «Salamanca duerme bajo las primeras estrellas y la Catedral al fondo, grandiosa y callada, parece velar su sueño».
Pintura de Miguel Elías
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