SERAFIN EL PERRO
Antes de
venirme al Uruguay compré un perrito que
parecía un pedazo de estambre blanco. Era un perro Pude o Caniche que creció
enseguida hasta convertirse en uno que ladraba y arañaba nada más.
Mis dos hijos, la
chica ya tenía 7 años y el varón 3, se
encariñaron con Serafín y no se separaban de él. Habia que verlos a la hora de bañarlo en la pileta del patio
con mucho shampoo, cómo templaba a pesar del calor reinante y quería escaparse.
Pero mis hijos gozaban del acto como si de una fiesta se tratara.
Luego lo secaban
con una toalla vieja y entonces venía el momento de la diversión: se tiraban
sobre las baldosas de la cocina, riendo y gozosos, mientras Serafín les lamia la
cara y ellos se reían contentos y felices.
Yo me sentaba en
una silla y los observaba queriendo también arrojarme al piso y compartir de la
alegría de ellos, pero me contenía. Un padre no puede comportarse como un niño,
así pensaba yo. Pero me sentía feliz por unos instantes mientras mi esposa,
atareada en la cocina, aparentemente le era indiferente todo lo que sucedía.
Llegó el tiempo de
irme al Uruguay y está fijado en mi mente como en una fotografía la cara de mis
dos amados hijos llorando espontáneamente
mientras yo subía la escalerilla del avión.
Pasaron dos años
hasta revalidar el título aquí en Uruguay. Yo los llamaba por teléfono cada
mes.
En una ocasión
quise hablar con el varón primeramente y con voz cortada por el llanto me dijo:
-Papá. Serafín se
fue al cielo de los perros, ayer.
Yo quise llorar
porque sabía lo que aquello significaba.
-Es así hijo. A todos
los perros que amamos les llega su tiempo de ascender al cielo. Ya tu madre te
conseguirá otro.
La chica, que ya tenía
unos años demás, también dijo con vos entristecida:
_ Pa, Serafín se
nos murió.
_ Se fue al cielo
como dijo tu hermano y tenes creerlo hasta que él lo descubre por sí mismo.
El varón tomo el
auricular.
_Papa. ¿Y cuando tú
vienes?
-Pronto. Pronto.
Hijo mío.
- Siempre dices “pronto”
pero cuando es “pronto”
-Ya. Si Dios
quiere, será muy pronto esta vez.
Pasaron los años.
Fui director de una clínica privada y reuní el dinero y alquilé una casa para
que la familia viniera. Pero al avisarle a mi esposa me dijo que ellos estaban
tranquilos allá y que no hacía falta
emigrar.
Aquello fue un golpe
duro para mí. Me acostumbré y la tristeza me embargaba. Le enviaba dólares todos
los meses.
Al cumplir los 18
años mi hija quiso reunirse conmigo y vino desde cuba como emigrante al Uruguay
a reunirse con su padre. A mí no me dejaban entrar a Cuba por ser médico
profesional y haberme quedado.
Por fin a los 17
años de separación me dieron carta abierta, pasaporte y el permiso de la
embajada para visitar a mi familia. Mi hija había conseguido trabajo- y hasta
un novio uruguayo- me acompaño.
Solo recuerdo mi
llegada a Guantánamo entre lágrimas y besos.
Una noche después,
estando en el corredor balanceándome en bermuda por el inclemente calor se acercó
mi hijo. Ya era todo un hombre de 20 años guapo por los ejercicios y alto por
los genes que le legó la rama de la familia materna.
Me dio un beso en
las mejillas y me preguntó cómo eran las mujeres uruguayas. Yo le dije
vaguedades para que no se entusiasmara.
_Papa, ¿tú te
acuerdas de nuestro perro Serafín, aquel caniche que queríamos tanto?
_ Claro que me
acuerdo, hijo.
_ ¿Y que me dijeron
que se había ido al cielo de los perros?
_ Eras un chico
tierno. No se te podía decir la verdad hasta que tú la descubriera por ti mismo.
-¿Sabes una cosa?
-¿Qué dime, hijo mío?
_ El cielo sería
muy aburrido sin nuestros perros.
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