CUENTOS DE
PERROS REALES: DIRKA
En casa teníamos una
Pastora Alemán a la cual llamamos Dirka. Primero era una cachorra de color miel y al crecer le nació
una melena Blanca como un león. La sentíamos como parte de nuestra familia y dormía bajo
nuestras camas.
Era una perra
tranquila que no ladraba a las visitas ni a los extraños. Cuando íbamos a la
playa en la camioneta de Papá yo la ataba con una cuerda para que no asustara a
los demás niños y adultos que tomaban el sol o chapoteaban cerca de la orilla. Luego se sacudía y echaba una siesta bajo la
camioneta.
Cuando íbamos al campo o la playa ella ya sabía y antes de nosotros montar
las canastas con los alimentos ella ya estaba ubicada en la parte trasera del vehículo como presintiendo
que íbamos de excursión o a algún lugar donde podría correr libremente.
Era una guardiana
persistente y vigilante, cuando mi padre venía a almorzar ella se quedaba al
lado de la puerta de la camioneta y no aceptaba que nadie se acercara, excepto
Papá.
Cuando llegó la época
de celo, la casa se llenaba de perros chicos de la calle que entraban por el
garaje seducidos por el aroma que Dirka destilaba e iban atraídos como
abejas a las flores. Pero ella, orgullosa, no les prestaba el menor caso, pues
parece que esperaba su pareja ideal. Hasta
que trajimos un perro de un vecino, también Pastor Alemán y a ese sí lo aceptó.
Yo escuchaba el acople pero sentía vergüenza mirar. Solo oía al factor masculino emitir silbidos de placer.
De Dirka: silencio.
Pasaron varios años
y una mañana nuestra querida perra amaneció acostada en el patio. Tenía
convulsiones de vez en cuando.
- ¡La envenenaron
Papá La envenenaron!
Todos la rodeamos
con lágrimas en los ojos. Papá dijo:
-No es eso. Es que
llegó al final de su vida. Simplemente está muriendo.
-No puede ser- dije
yo.
-¡Dirka. Levántate.
Mira un gato.
Nuestra perra se incorporó y dio un trote o
saltando hasta el garaje y allí se derrumbó.
-Lo siento hijos pero Dirka ha muerto.
En eso mi sobrina, que era vecina nuestra y estaba en plena adolescencia- mucho amor que dar y
mucho que recibir-llegó y abrazó la perra sollozando- y con esfuerzo la cargó
en sus brazos como si un ser humano o un niño querido se tratara.
Al final del día
envolvimos a Dirka en una frazada vieja y la llevamos en la camioneta fuera de
la ciudad. Toda la familia fue con ella darle su último adiós.
La enterramos bajo
un árbol de ceiba para que nadie escarbara, animal o persona, descubriera sus
huesos.
Volvimos en
silencio a casa. Nadie habló.
Cuando se es joven se aprende de estas cosas, que
nada es para siempre y que tarde o temprano todos los seres queridos se van.
AUTOR: Orlando
Vicente Alvarez
Autor de la novela: HISTORIA DE UN NIÑO GUANTANAMERO.
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