LA BELLA DOCTORA
JUDIA
Cuando fui director de una clínica privada allá en
Montevideo ofrecí pequeñas conferencias
sobre técnicas contra el dolor crónico.
Asistían Neurólogos,
internistas y fisioterapeutas. Entre ellos me fascino una mujer pelirroja, de
piel muy blanca y muchas pecas en la cara que no trataba de ocultar con maquillaje.
Yo en mi
disertación la miraba más a ella que a otras inconscientemente. Dios sabe cómo
me gustaban las pelirrojas naturales y si eran pecosas, caía rendido a sus
pies.
Otro día vino
ella sola. Se presentó. Su nombre era impronunciable, creo que de origen polaco
o algo así. Después el dueño de la clínica que se ausentaba periódicamente de Montevideo, me dijo que la
mujer era especialista en Medicina Interna y que sería mi colaboradora en las
consultas, ya que yo solo no daba abasto.
Con los días
hicimos buenas relaciones de trabajo. Me contó que era judía Askenazi – descendiente
del centro y este de Europa-y que su
madre, ya fallecida, era sobreviviente de un campo de concentración nazi. De su
padre no supo más nada la madre.
A sus espaldas
las secretarias la llamaban “La Polaca” por no poder decir su apellido.
Tenía una hija de un matrimonio con otro judío que le
puso un cheque de un millón de dólares encima de la mesa para quedarse con la beba
como único custodio, cosa que la doctora rechazó rotundamente.
Un día conocí a
la hija. Una adolescente blanca como la leche, de ojos azules y sin pecas.
Quitaba la respiración con su belleza blonda. Conversamos a solas en la
consulta. Me dijo que iba a entrar a la Universidad y me gané su confianza con mi “basta cultura” de la que hice alarde
para que hablara bien de mí a su madre. La chica se fue encantada.
La Doctora de
apellido impronunciable se sentaba a mi izquierda en la mesa de consulta y
veíamos a los pacientes juntos.
Cansados de los
disparates verbales que pronunciaba a cada instante yo le daba un punta pies
con mi pierna izquierda y ella detenía su verborrea incontenible. Después que
terminaba la consulta salía cojeando o
rengueando de una pierna a causa de mis
golpes. Pero lo hacía yo con cariño.
Un día la hija me
presentó a su novio. Otro judío pero sefardí- de los que expulsaron de España
siglos ha-. Ambos eran practicantes de su credo y el chico permaneció
silencioso como si temiera hablar en público. Era alto, casi morocho y fornido.
A la Doctora no
sabía cómo yo entrarle con mis encantos, aunque le lanzaba indirectas todo el
tiempo, permanecía como si nada entendiera. Solo le temblaban los dedos de su
mano derecha, como si un tic nervioso le
atacara.
En la TV y en la
Radio cuando dábamos programas de propaganda de nuestros tratamientos ella tenía que ocultar la mano en algún
lugar, debajo de la mesa u otro sitio.
Luego vino la
crisis económica y el dólar- que era el
billete en que pagaban nuestros pacientes- se fue por las nubes. Y casi
cerramos.
Pero la Doctora tenía
dinero guardado y compró la clínica. No vinieron más que un poco de pacientes. Ya arruinada tuvo que vender
los numerosos aparatos, artículos y hasta lámparas del techo en un remate.
Y me tuvo que
pagar el Seguro de Paro.
Nunca llegué a nada
con ella. Yo creo que si le daba un beso le empezaría a temblar todo el cuerpo
en una catalepsia convulsiva.
Después me
dijo:
- La verdad que
los mejores años de mi vida me los pasé en la clínica sobre todo cuando era yo
la dueña. Era la primera vez que tenía algo propio, mío, sin tener que darle
cuentas a nadie. Quedé arruinada.
Yo la miré
fijamente como para insinuarle que yo aún estaba disponible, pero a ella le
empezó el Tic nervioso de los dedos de su mano, dio media vuelta y se alejó de
mí.
Yo no era hombre
para ella, no era judío ni atesoraba un millón de dólares.
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