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Monday, February 4, 2019

LA BELLA DOCTORA JUDIA.

  LA BELLA DOCTORA JUDIA


  Cuando  fui director de una clínica privada allá en Montevideo ofrecí  pequeñas conferencias sobre técnicas contra el dolor crónico.

  Asistían Neurólogos, internistas y fisioterapeutas. Entre ellos me fascino una mujer pelirroja, de piel muy blanca y muchas pecas en la cara que no trataba de ocultar con maquillaje.

  Yo en mi disertación la miraba más a ella que a otras inconscientemente. Dios sabe cómo me gustaban las pelirrojas naturales y si eran pecosas, caía rendido a sus pies.

  Otro día vino ella sola. Se presentó. Su nombre era impronunciable, creo que de origen polaco o algo así. Después el dueño de la clínica que se ausentaba  periódicamente de Montevideo, me dijo que la mujer era especialista en Medicina Interna y que sería mi colaboradora en las consultas, ya que yo solo no daba abasto.

   Con los días hicimos buenas relaciones de trabajo. Me contó que era judía Askenazi – descendiente del centro y este de  Europa-y que su madre, ya fallecida, era sobreviviente de un campo de concentración nazi. De su padre no supo más nada la madre.

   A sus espaldas las secretarias la llamaban “La Polaca” por no poder decir su apellido.

  Tenía una  hija de un matrimonio con otro judío que le puso un cheque de un millón de dólares encima de la mesa para quedarse con la beba como único custodio, cosa que la doctora rechazó rotundamente.

  Un día conocí a la hija. Una adolescente blanca como la leche, de ojos azules y sin pecas. Quitaba la respiración con su belleza blonda. Conversamos a solas en la consulta. Me dijo que iba a entrar a la Universidad y me gané su confianza  con mi “basta cultura” de la que hice alarde para que hablara bien de mí a su madre. La chica se fue encantada.

  La Doctora de apellido impronunciable se sentaba a mi izquierda en la mesa de consulta y veíamos a los pacientes juntos.

  Cansados de los disparates verbales que pronunciaba a cada instante yo le daba un punta pies con mi pierna izquierda y ella detenía su verborrea incontenible. Después que terminaba la  consulta salía cojeando o rengueando  de una pierna a causa de mis golpes. Pero lo hacía yo con cariño.

 Un día la hija me presentó a su novio. Otro judío pero sefardí- de los que expulsaron de España siglos ha-. Ambos eran practicantes de su credo y el chico permaneció silencioso como si temiera hablar en público.   Era alto, casi morocho y fornido.

 A la Doctora no sabía cómo yo entrarle con mis encantos, aunque le lanzaba indirectas todo el tiempo, permanecía como si nada entendiera. Solo le temblaban los dedos de su mano derecha, como si un tic nervioso  le atacara.

  En la TV y en la Radio cuando dábamos programas de propaganda de nuestros tratamientos  ella tenía que ocultar la mano en algún lugar, debajo de la mesa u otro sitio.

  Luego vino la crisis económica y el dólar- que era  el billete en que pagaban nuestros pacientes- se fue por las nubes. Y casi cerramos.

  Pero la Doctora tenía dinero guardado y compró la clínica. No vinieron más que un poco  de pacientes. Ya arruinada tuvo que vender los numerosos aparatos, artículos y hasta lámparas del techo en un remate.

  Y me tuvo que pagar el Seguro de Paro.

  Nunca llegué a nada con ella. Yo creo que si le daba un beso le empezaría a temblar todo el cuerpo en una catalepsia convulsiva.

    Después me dijo:

  - La verdad que los mejores años de mi vida me los pasé en la clínica sobre todo cuando era yo la dueña. Era la primera vez que tenía algo propio, mío, sin tener que darle cuentas  a nadie. Quedé arruinada.

  Yo la miré fijamente como para insinuarle que yo aún estaba disponible, pero a ella le empezó el Tic nervioso de los dedos de su mano, dio media vuelta y se alejó de mí.

  Yo no era hombre para ella, no era judío ni atesoraba un millón de dólares.     


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