venezolano
DOLOR Y DELIRIOS
Les voy a contar algo que me sucedió hace más de sesenta años. ¿Los protagonistas? Da igual cómo se llaman y su aspecto, son personas comunes y corrientes, tal como las vemos en la calle y que no sabemos de ellos más que su apariencia física, van y vienen con sus alegrías y pesares, nadie sabe de sus luchas, frustraciones, dolores y delirios.
Aquella madrugada de febrero de 1962, ya borrosa en mi memoria, me desperté azorado por una pesadilla. Mi madre, también se despertó y nunca me dijo si fue por propia cuenta o al oírme caminar por la casa. Le comenté mi sueño con papá. Lo veía en una habitación impecable con las sábanas de su cama y su pijama todo de blanco. Estaba acostado inmóvil y un señor con cara triste, vestido de blanco también, me dijo:
─Le queda poco tiempo a tu padre. Prepárate.
Ella, sin pronunciar palabra se fue a preparar café, regresó con dos tazas, una me la entregó. Sólo dimos un sorbo. Sonó el teléfono y se le cayó la taza. Eran las cuatro de la mañana. Con manos temblorosas tomó el teléfono, escuchó a quien llamó, agachó la cabeza y comenzó a llorar, dio las gracias por avisar y trancó la llamada. Yo solo atiné a ir por un trapo a limpiar el café derramado y recoger los pedazos de la taza, mientras mi madre lloraba desconsoladamente.
Por la mañana mamá partió hacia Caracas y me dejó en Tacarigua con mis dos hermanos, Andrés de ocho y Richar de tres. Como si sintieran que algo grave había pasado, los dos estuvieron tranquilos y sólo me veían sin hablar.
Me vino a la mente la imagen de mi padre, cómo se fue consumiendo por la esclerosis, poco a poco, durante seis meses, fue perdiendo la movilidad de las piernas y luchó tratando de recuperarlas, pero iba de mal en peor. Un día me pidió que le frotara la espalda con un paño mojado con agua tibia y lo complací, yo tenía once años, pero comenzó a pedir que lo frotara cada vez más fuerte y le dije:
─¡Papá, no puedo, lo estoy haciendo con fuerza y te voy a lastimar la piel!
─¡No tienes idea cómo me pica la espalda! Hazlo por favor. ─Me contestó.
Así lo hice y le desprendí un pedazo de piel que dejó la carne al descubierto. Me detuve, las piernas me flaquearon, mi corazón dio un vuelco y comenzó a latir en mis sienes. No lo dejé hablar.
─Voy por un espejo para que veas, te acabo de romper la piel. ─Salí en carrera llorando y volví con dos espejos.
A pesar del trance tuve la lucidez de pensar que un solo espejo no iba a servir.
Él pudo ver con los dos espejos, el pedazo de piel colgando y la carne viva al descubierto. No sentía nada de dolor. Estuvo unos segundos en silencio, me tomó por el brazo y me dijo:
─Hijo, perdóname por hacerte parte de mi tragedia, no te mereces esto, pero ustedes son la única familia que tengo.
Vi su profunda tristeza en sus ojos húmedos y enrojecidos, que resaltaban el azul celeste de su iris. Le curé la herida, coloqué en su lugar la piel, que se había desprendido, como la concha de un banano.
─Ve a descansar hijo, yo estoy bien, me quedaré sentado un rato, para no apoyarme sobre la herida.
Entré a mi cuarto, pero la angustia no me dejaba de rondar el alma y fui a verlo. Me detuve en la puerta, estaba apoyado sobre sus codos y lloraba. Me rompió el alma. Regresé a mi cuarto.
Mi madre regresó de Caracas y decidió llevar a mi padre a una clínica especializada en la capital, papá aceptó. Pienso que el episodio que vivimos lo convenció. Partieron a la semana.
Habían pasado más de dos años de ese evento, que marcó el inicio de un vía crucis, que acababa de terminar con su pérdida definitiva, para sólo empezar otro.
Me senté frente a la entrada de la casa, viendo hacia el portón de acceso al terreno, tratando de entender lo que pasó, tres penosos años de enfermedad de mi padre, sacrificios de toda clase, gastos médicos monstruosos, soledad y personas diciendo que mamá nos tenía que dar en adopción.
El destino, con su muerte, nos lanzó hacia lo desconocido. Sólo entendía que estábamos al borde de un abismo producido por el infortunio y no había forma de saber si saldríamos bien librados o no. Unas cosas eran seguras, la muerte y el miedo por un futuro incierto. Estaba amargado, confundido y asustado. Tres años luchando en la casa para mantener todo, criar pollos, venderlos y estudiar. En el primero ayudé a cuidar a mi padre, cada vez más deteriorado.
Reaccioné increpando a Dios por tantas penurias, dolores, angustias y ahora sin saber a dónde nos llevará la vida, como hojas al viento y al capricho del destino.
Pasó la mañana y a la una se presentó la señora Bevacua. Una señora italiana vecina nuestra, cuyos dos hijos fueron víctimas de un atraco. Uno murió y el otro, Renato, quedó paralítico por un disparo a la columna.
Siempre me acuerdo de Renato, hombre alto, corpulento y de excelente carácter, que a pesar de semejante tragedia, fue capaz de rehacer su vida sin depender de los demás. Aprendió a desplazarse con soltura, utilizando dos muletas y un aparato, parecido a un exoesqueleto que inmovilizada sus piernas. Apoyaba sus muletas adelante, levantaba su cuerpo y desplazaba sus dos piernas hacia adelante y en ese balanceo, «caminada» a la par de cualquiera, sin problemas. Regentaba una lechería de su propiedad y llevaba una vida llena de optimismo y salud. Me llamó la atención ver que manejaba un vehículo y un día, por curiosidad, me asomé a la ventana del chofer y vi unas palancas manuales a la derecha del volante, que se conectaban con los pedales y entendí cómo manejaba. Días más tarde me encontré con él y me dijo en un tono de voz muy cordial.
─El otro día pude ver como curioseabas mi automóvil y me di cuenta que entendiste cómo lo conduzco. Pues te comento que en esta vida todo tiene solución y quien se deja morir por una desgracia, es porque no tiene el valor de aceptarla y luchar. ─Me vio con mirada de picardía y una amplia sonrisa. No dijo más. Se marchó balanceándose sobre sus dos muletas y piernas rígidas.
Pues ella, su mamá, nos trajo comida para los tres y me dijo:
─ Hijo, toma esta comida para que se alimenten tus hermanos y tú, tienes el almuerzo y la cena también ─Con mirada triste y los ojos acuosos por unas lágrimas contenidas remató─ porque sé lo que es el infortunio y el dolor que viven y a pesar de tu disposición y voluntad, no creo que hoy estés de ánimo para cocinar, como sí lo has hecho muchas veces.
Tomé el almuerzo, le di las gracias y no me pude contener, comencé a llorar desconsolado. Ella me tomó por los hombros y me dijo:
─Ánimo hijo, hoy la vida te cerró puertas, mañana se abrirán otras. Ten fe y no dejes de luchar, nunca bajes la guardia. Todos los esfuerzos que hiciste serán recompensados algún día.
Le di las gracias, ella se sonrió con tristeza, dio media vuelta y se marchó. Me quedé inmóvil viéndola ir hacia su casa. Mis hermanos se dieron banquete. Yo apenas comí. La aparición de la señora con comida me generó algo de paz interior. A esa hora no había cocinado.
A la noche cenamos, mis hermanos vieron televisión y a las diez fuimos a dormir.
Me desperté a las cinco de la mañana, preparé café y pensé en la voz que escuché mientras dormía.
Era serena pero firme, me contestó todo lo que le había increpado a Dios.
─Las calamidades forman parte de la vida, son pruebas a las personas y depende de cómo resuelves el problema que te moldeará para retos mayores. Muchos claman por mi ayuda cuando las cosas van mal y cuando se arreglan, la mayoría se olvida de mí. Olvidarse de mí, no es sólo no recordarme, es dejar de seguir un postulado de principios, que es lo único que hará que el mundo mejore. Debes ver a tu alrededor con los ojos bien abiertos para captar todo y entender que estás frustrado, con razón, por las desgracias vividas, pero piensa que no eres el único que enfrenta desdichas. Es verdad que hay afortunados que no saben lo que es una tragedia, otros lo saben pero no conocen las de los demás.
En ese momento volví a pensar en Renato.
Salí de mis reflexiones, me sentí más sereno y sean delirios o no, lo que escuché en mis sueños, me dio fortaleza ese día y el miedo dejó de controlarme.
Un par de meses después viajamos hacia Caracas en un camión de mudanzas. Yo iba montado sobre los muebles y demás pertenencias y encima de mí, mis miedos, esperanzas de heroísmo y la imagen de Renato desplazándose con sus muletas y su sonrisa. Nada volvió a ser igual. Las personas que menos esperaba y algunos desconocidos fueron de mucha ayuda y orientación, pero muchos amigos y conocidos nunca más los volví a ver.
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